Francisco nos ha pedido a los cristianos dedicar una especial atención a San José, esposo y padre, en el 2021. No he podido evitar esbozar una sonrisa y recordar a mi abuelo José. Un metro y noventa centímetros de hombre robusto y fuerte, hecho a los rigores de la vida y con un sentido del deber a prueba de cualquier sinsabor. Murió con noventa y un años. Un roble. Una persona buena y con el sentido de la justica por bandera que hizo de la vida la noble profesión de custodiar y proteger a las personas que Dios puso en su camino y a las que se entregó con fidelidad hasta el final. Aún recuerdo los últimos años de la vida de su esposa, mi abuela Manana, a la que cuidó con mimo y ternura hasta el final. Era sorprendente como sus manos encallecidas y endurecidas por los años de trabajo en el campo o en el almacén se convertían en caricia y bondad. Sencillamente grandioso.
La figura de San José es la que me inspira este editorial al inicio del mes de marzo. La fiesta de San José era la fiesta de mi familia. Nos reuníamos en torno al patriarca casi con veneración y él nos obsequiaba con un día de campo y con una caldereta de cordero como solo algunos elegidos saben hacerla. Mi abuelo era uno de ellos. El perfume que exhalan las jaras y el tomillo mezclado con el olor que desprendía la carne cocinada en el fuego y aderezada con pimentón permanecen todavía hoy en mi memoria. Eran los matices y sabores de mi infancia. Fue siempre un día feliz, como felices fueron aquellos años en los que, un niño sentado en las rodillas de Papasé (como cariñosamente lo llamábamos), aprendía a leer el mundo con los ojos de la justicia y la verdad que su mirada me transmitía.
Mi abuelo se parece mucho a José, el esposo de María. La figura poderosa y admirable del padre de Jesús me ha acompañado desde pequeño. He percibido siempre en él la dignidad del hombre bueno y noble que trata de vivir la vida con honestidad y sin dañar a nadie. Descubro en su historia, un tanto intrincada, la fidelidad de una persona de corazón ancho y mirada limpia que, a pesar de las contrariedades, no frustra las expectativas de Dios y mira adelante esperando entender, cuando su mirada se cruce definitivamente con la del Supremo Hacedor.
Pero sobre todo, me fascina su disposición para custodiar a las personas. Cuidar de su familia, de su esposa, de su hijo, del inexplicable proyecto que se le confía desde la incomprensión y el desconcierto. Custodiar y proteger algo que no es tuyo pero que ocupa tu corazón y te agarra las entrañas. Un modo de vivir generoso más allá de cualquier atisbo de repliegue sobre sí mismo que hace creíble una paternidad liberadora. Una mirada limpia y buena sobre la realidad y las personas que enseña al hijo a ser maestro en el arte de penetrar el corazón de la personas.
No estamos acostumbrados a estos héroes silenciosos y discretos que trascienden poderosamente la vida cotidiana. Son los que propician una revolución sin ruido pero que le dan la vuelta a la realidad poniendo la historia del revés. Mi abuelo José fue uno de éstos. Como el fiel esposo de la madre de Jesús.
Custodiar a las personas. Cuando se ha entendido bien qué significa, solo puedes vivir en un abrazo. Hoy por hoy, pasado el medio siglo, cuidar a las personas se ha convertido en lo único verdaderamente relevante de mi proyecto vital. De la pandemia hemos aprendido también algo de esto: la necesidad de cuidar unos de otros y de proteger a los más débiles. No sé cuánto durará todavía esta situación, pero lo decisivo será “acoger, proteger, promover e integrar” a todos para que la esperanza siga viva en el corazón de los más débiles. Por muy fuertes que sigan soplando los vientos, el abrigo del abrazo y la seguridad de una mirada buena nos darán la fuerza para seguir adelante resistiendo ante la adversidad. San José nos inspira.