Recordamos con gratitud a aquellos profesores que nos facilitaron la complicada tarea de aprender, que nos despertaron el gusto por el conocimiento o que con su ejemplo nos encaminaron en una determinada dirección. Frente a los dómines autoritarios y severos que hacían de la escuela una especie de centro de tortura, ellos se mostraron afectuosos y sensibles. Representaban un estilo de docencia basado en la confianza, la comprensión y el respeto, merced al cual la transmisión del conocimiento dejaba de ser un doloroso vía crucis para convertirse en un festejo. Más que a las sucesivas y a menudo desconcertantes reformas, es a ellos a quienes se debe lo fundamental de progreso educativo experimentado en las últimas décadas.
Pero a la sombra de estas figuras inolvidables están otros tipos de profesor que han introducido en la escuela uno de los peores vicios de la sociedad contemporánea: la inmadurez. Son los ‘profes enrollados’, por decirlo en la jerga estudiantil al uso. Es cierto que dentro de esa alegre denominación se encierran por igual profesionales ejemplares e impostores advenedizos.
No se puede meter en el mismo saco a unos maestros entregados en cuerpo y alma a su trabajo, que tienen el don o la cualidad adquirida de saber aproximarse a los alumnos y que gestionan conscientemente esa cercanía en provecho del aprendizaje, y a otros desnortados incapaces de llevar las riendas en el aula, que disimulan sus carencias de conocimiento o de pedagogía envolviéndolos de actitudes de tolerancia hacia el alumno. Pero tampoco hay que subestimar el efecto pernicioso de ese mal entendido «coleguismo» que tantos estragos hace en la escuela.
En el fondo del asunto late la vieja cuestión de la autoridad. Cuando el maestro recibe el encargo social de educar a los niños y jóvenes puestos en sus manos, asume una responsabilidad de la que no puede declinar. Para que pueda cumplir adecuadamente su función es provisto de autoridad, una herramienta tan delicada como indispensable. El principio de autoridad lo coloca en una posición superior, de excelencia, que afecta tanto al reconocimiento de su mayor sabiduría como a la obligación -no siempre cómoda- de mostrar al alumno un modelo de referencia…
Un mundo feliz, ingenuo y limitado donde desaparecen las jerarquías y con ellas los compromisos: ese el sueño supuestamente pedagógico del profe enrollado, dispuesto a perder una clase para que en ese rato los chicos organicen el próximo botellón. El anhelo adolescente de ser admitido por el grupo contagia al propio docente de tal modo que, en vez de ocuparse de enseñar, educar y fortalecer a sus alumnos en el trayecto hacia la vida adulta, se instala en el retorno a la niñez. Es la misma inseguridad de tantos padres y madres que han acabado por desconocer cualquier forma de relación con los hijos que no sea el halago y la complacencia. Se visten con sus ropas, juegan sus juegos y hablan en su jerga porque es preferible molar que ordenar. Los padres desatentos tranquilizan su conciencia con regalos; los profesores, con aprobados fáciles de obtener. Unos, con negociaciones claudicantes donde el niño siempre acaba consiguiendo su capricho; otros, con concesiones en la rebaja de exigencia o de nivel de conocimientos. Al final, quien pelea denodadamente por sacar el aprobado no es el pequeño, sino el adulto que busca la sentencia afirmativa de éste.
Bien mirado, puede ser una estrategia como cualquier otra para poder conservar su inestable posición. A falta de argumentos extraídos de la sabiduría, la competencia profesional, la capacidad de comunicar con firmeza y a la vez con afecto y, en fin, el convencimiento de la importancia de la propia función, la forma más fácil de ser admitido (de ser ‘popular’ antes que ‘maestro’) es consentirlo todo.
Siempre hay pretextos retóricos en los que ampararse, empezando por los derechos de los alumnos y continuando por una supuesta rebeldía contra los cánones y los sistemas establecidos, subterfugio que siempre deja en buen lugar si se sabe manejar con astucia.
Al final, los más perjudicados son los otros profesores que aplican fórmulas educativas innovadoras, desarrollan metodologías activas y rompen moldes en busca de sistemas de trabajo novedosos con plena conciencia de su labor, al tiempo que mantienen relaciones de respetuosa cordialidad entre ellos y los estudiantes: las malas prácticas de los profesores enrollados habrán creado prejuicios en su contra. Y, en vez de llevar aires nuevos a la escuela, habrán provocado la reacción de quienes retornan a la vieja disciplina porque no están dispuestos a perder su autoridad.
José María Romera
El Correo, 3/04/2011