La cultura tecnológica nos conmina a tomar partido de forma excluyente. O con ella o contra ella. O nos manifestamos como unos defensores a ultranza de la informática, Internet, los videojuegos, las redes sociales, los libros electrónicos y las descargas gratuitas, o nos oponemos a ella con firmeza numantina alzando la voz de alarma sobre sus perniciosos efectos en las costumbres, la cultura e incluso la misma democracia.
En muchas de las discusiones acerca de los nuevos medios se percibe el lastre de esa simplificación apasionada que impide valorar en su justa medida los pros y los contras de las tecnologías. Un claro ejemplo lo ofrece el debate sobre la forma en que internet está influyendo sobre nuestros hábitos culturales y, en particular, sobre nuestras capacidades lectoras.
Por un lado están quienes aseguran que gracias a la Red tenemos acceso a una mayor cantidad de información en menor tiempo, lo cual adiestra al cerebro para asimilar más datos y para reaccionar a los estímulos con mejores reflejos. Por otro, los que añoran la lectura sosegada, atenta, reflexiva y enriquecedora que según algunos sólo puede cultivarse a través del canal del papel impreso.
Nicholas Carr, profesor de literatura y especialista en el estudio del impacto de las tecnologías de la comunicación en el pensamiento, ha contado cómo al cabo de un largo tiempo de relación con los ordenadores observó con alarma que había perdido su capacidad para leer textos largos. Se había acostumbrado a los vertiginosos cambios de pantalla que le permitían acceder a distintas fuentes de información en fogonazos instantáneos, pero a cambio de un precio demasiado alto: le costaba concentrarse en secuencias de texto más extensas. Lo explica en Superficial. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (ed. Taurus), un aviso necesario para todos aquellos sólo ven ventajas en el uso de las tecnologías.
Las primeras víctimas del cambio son, según Carr, la atención y la concentración. Contra el viejo adagio latino «non multa, sed multum» (no [hay que saber] muchas cosas, sino mucho), internet nos facilita el acceso a una infinidad de contenidos a cambio de no permanecer con la mirada fija en ninguno de ellos. Somos surfistas que se deslizan por su tabla por encima de textos movedizos como olas inestables. Tal vez hayamos conseguido más habilidad para mantenernos en pie, pero no sabríamos sumergirnos en las profundidades.
No es una simple mudanza de hábitos. La pantalla privilegia lo visual. El escrito, lo mental. Internet favorece las comunicaciones intuitivas transmitidas en códigos icónicos. El papel, en cambio, invita al diálogo reflexivo (y, por tanto, crítico y creativo) con un texto en el que el lector puede demorarse y recapitular cuantas veces quiera. Todo necesita un tiempo de maduración para poder ser asimilado.
La pregunta es si Internet no nos hurta ese tiempo a la vez que lo desperdicia al mostrarnos continuas invitaciones al consumo de datos, imágenes y sonidos muchas veces irrelevantes. ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información?
Los viejos interrogantes formulados por T. S. Eliot vuelven a sonar en los oídos de un lector que no lee, sino consume. Se podrá replicar que al fin y al cabo Internet no es más que un canal a través del cual el usuario recibe unos datos; corresponde a él en última instancia decidir las condiciones de ese acto comunicativo. Dicho de otro modo, al receptor le queda la libertad de elegir entre la cascada de signos inconexos que se amontonan y se suceden a toda velocidad o el uso de la pantalla como si fuera la página quieta de un libro. Pero no nos engañemos. El medio es el mensaje, ya lo advirtió Mac-Luhan. Internet es, por definición, el reino de lo breve y lo rápido, de la multitarea, de los mensajes entrecortados e interrumpidos que rivalizan con otros mensajes para atraer nuestra precaria atención.
Todo eso no quita para admitir que las tecnologías de la información tienen otras ventajas, la no menor de las cuales radica en la eficacia antirretórica de su lenguaje. La necesidad de crear mensajes breves obliga a prescindir de signos y palabras superfluas, a ir al grano, a buscar la máxima economía de unos enunciados escuetos, sin ornamentos, sin palabrería. En este sentido, se podría afirmar que Internet es un medio más ‘natural’, puesto que encaja mejor en nuestros cerebros programados para la respuesta instantánea y emocional más que para la digestión lenta. Pero hace tiempo que abandonamos –¿o no? nuestra condición de seres primitivos obligados a permanecer alerta e interactuar con el entorno a base de respuestas impulsivas. Ahora nuestra mente puede ocuparse de otras cosas. ¿Dejaremos que Internet decida de cuáles?
José María Romera
La Verdad 1/03/2011