“No había ni un alma en la calle.” Los quinientos habitantes de aquella bella localidad se congregaban en ese momento en la iglesia, escuchando a su párroco Don Andrés. Y no era para menos, la fiesta lo merecía: la Natividad de nuestro Señor Jesucristo…
Pero pasen, pasen, no se pierdan lo que está ocurriendo en su interior. En el púlpito el sacerdote, con todo lo que le permite su quebrada voz, alecciona a sus feligreses. Y es que el nacimiento del Salvador del mundo, del Rey de Reyes… no puede pasar desapercibido, como tampoco el aviso que hacía meses venía repitiendo machaconamente Don Andrés:
–No olviden que el día de Reyes vendrá gente muy importante a ver nuestra celebración. Y ya saben, no podemos defraudarles…
¡Pero qué desconfiado es el señor cura! El pueblo viene preparándose concienzudamente para tan importante evento. Mucho tiempo ahorrando y trabajando para ofrecer al Niño Jesús o, bueno a las autoridades, el mejor de los regalos. (Ya se pueden imaginar ustedes las rencillas y odios que estaban surgiendo entre las familias, ya que todas querían ser propietarias del mejor presente).
Así que llegó el día de Reyes y, ante toda una comitiva de mandatarios venidos de la ciudad, cada familia, como se había acordado previamente, iba ofreciendo al niño Jesús “su ofrenda”: una alfombra bordada con hilos de oro, un hermoso tapiz traído de las antípodas, una corona de plata decorada con piedras preciosas y así un largo etcétera.
Cuando Don Andrés, que no cesaba de mirar orgullosísimo a las autoridades, se disponía a dar la bendición final, el pequeño Juan (un niño de doce años, pastor de profesión y malhablado por vocación) logró pasar entre la multitud y de un salto encaramarse en lo más alto del altar, los comentarios despectivos de unos y los gritos de “fuera” de otros rompieron con el silencio que reinaba en el templo. Mientras tanto Don Andrés miraba a todo el mundo con esa expresión que solemos poner cuando decimos que todo se ha ido al carajo…
Pero no se pierdan lo que sucedió a continuación: el pequeño Juan extrajo de un enorme saco decenas de pañales, bastantes de ellos viejos y arrugados. Y sin entender muy bien “la que había organizado”, se dirigió a sus paisanos y a la gente venida de fuera con estas palabras:
–Yo sólo he podido traer unos pañales, no es mucha cosa pero es lo único que he podido conseguir. Además –una sonrisa aterrizó en su bello rostro– creo que los va a necesitar el niño Jesús. Al menos yo de pequeñín me hacía pis y traía loca a mi madre que no hacía otra cosa que cambiármelos una y otra vez. Por lo que me imagino que al niño Jesús le van a ser de mucha utilidad…
Cuando Juan dejó de hablar un enorme silencio invadió la iglesia. Don Andrés no pudo articular ni una palabra más y los feligreses fueron saliendo, cabizbajos, uno detrás de otro.
No lo sé, pero seguramente irían pensando en las palabras del pequeñuelo… Y es que tal vez, antes de coronar a Jesús como Rey de los hombres, Salvador del mundo o Dios Omnipotente…, el niño Jesús necesite sentirse como lo que es: un niño y, como tal, durante estas Navidades requiera de nosotros algo tan sencillo como una sonrisa, un beso, unas horas de nuestra apretada agenda, unas caricias, un te quiero… o ¿quién sabe, por qué no?, unos pañales.
José María Escudero
Para hacer
- Si decimos que “el Verbo se hizo carne” o, más claro, que “habitó entre nosotros”, (así lo decimos cuando se reza el ángelus [por cierto, ¿sabemos de que va esa tradición tan cristiana]), confesamos la encarnación. ¿Sí? ¿Qué supone para nosotros?
- Pero si lo traducimos un poco y decimos que “El verbo se hizo pis” (José Luis Cortés), las cosas se ven un poco más claras: Jesús asumió nuestra condición hasta el extremo. ¿No?
- Y a concretar: como Jesús indefenso, están todos los indefensos actuales (no sólo niños). ¿Qué podemos hacer? ¿Cuáles son nuestros “pañales”?