Mística para el camino

1 enero 2003

Como educadores de los jóvenes, podemos tener muy en cuenta  lo que escribía el obispo de São Félix do Araguaia, en Brasil, en una carta circular, tras presentar tres desafíos que debe asumir, con osadía profética y libertad evangélica, la Iglesia de Jesús para ser creíble y evangelizadora hoy: la descentralización mundializada, la participación corresponsable y el desarrollo solidario. Dice así:

“La campaña contra el Banco Mundial, realizada en Barcelona durante el mes de junio de 2001, se estructuraba en torno a siete ejes de debate y acción, que abarcan ampliamente los mayores desafíos y prospectivas de esta hora: democracia, participación y represión; derechos sociales y laborales; migraciones; derechos ecológicos, derechos ambientales, modelo agroalimentario; globalización y militarismo; mujer y globalización;  globalización y desarrollo.

Esos procesos de cambio, que son sueño y misión, reclaman de todos nosotros y nosotras, cristianos o no, una fuerte espiritualidad, una mística de vida. Cada cual la vivirá según la respectiva fe, pero sin esa espiritualidad no se hace camino. Pensando en ello, yo resumía así esa espiritualidad, tan nueva y tan antigua, como espiritualidad de:

  • Contemplación confiada. Abriéndose más gratuitamente al Dios Abbá, que es, por autodefinición suprema, misericordia, amor. Una contemplación, más necesaria que nunca en estos tiempos de eficiencias inmediatas y de visibilidades. Confiada, digo, porque tengo la impresión de que vuelve –o quizás nunca se fue- la religión del miedo, del castigo, de la prosperidad o del fracaso, según como uno se las haya con Dios. Nos falta, pues, confianza filial, infancia evangélica, la descontraída libertad de los pequeños del Reino.
  • Coherencia testimoniante. Ya se ha repetido hasta la saciedad que vivimos en la civilización de la imagen; que el mundo quiere «ver». El testimonio fue siempre una especie de definición del ser cristiano: «seréis mis testigos», decía Él por toda recomendación, por todo testamento. Y ese testimonio, hoy más que nunca, cuando todo se ve y todo se sabe, ha de ser coherente, sin fisuras, en la vida personal y en la gestión estructural de la Iglesia (que podrá ser una Iglesia católica o evangélica, el Vaticano, una diócesis, una congregación religiosa, una comunidad). Veracidad y transparencia pide el mundo, tan sometido a la mentira y a la corrupción.
  • Convivencia fraterno-sororal. A eso se reduce el mandamiento nuevo. Este es el mayor desafío, y el más cotidiano para las personas, para las comunidades, para los pueblos. Convivir, no coexistir apenas; convivir cariñosamente en fraternura y sororidad; no sólo en tolerancia mutua. Ayudar a hacer agradable la vida. Ser sal de la tierra debe de significar eso también…
  • Acogida gratuita y servicial. Capacidad de encuentro y de diaconía. No solamente bajarse del burro y atender al caído cuando por casualidad uno se lo encuentra a la orilla del camino, sino hacerse encontradizo. Acoger a veces sólo con una palabra o una sonrisa, pero acoger siempre, gratuitamente. Hacer de todos los ministerios y de todas las profesiones aquel servicio desinteresado y generoso que nos proponía el Señor que no vino a ser servido sino a servir. Es más fácil celebrar una Eucaristía ritual que ejercer el lavapiés comprometido.
  • Compromiso profético. Sigue siendo la hora y quizá más que nunca de comprometerse proféticamente contra el dios neoliberal de la muerte y la exclusión y a favor del Dios del Reino de la Vida y de la Liberación. Hay que sacar de la fe todo su jugo político. Hay que vivirla militantemente, transformadoramente. Hacer de la profecía una especie de hábito connatural -fruto específico del bautismo para los cristianos y cristianas- de denuncia, de anuncio, de consolación. La caridad sociopolítica es la forma de caridad más estructural. Va a las causas, no sólo a los efectos. Cuida la Vida. Transforma la Historia. Hace Reino.
  • Esperanza pascual. Después de «la muerte de Dios» y «la muerte de la Humanidad», en esa posmodernidad fácilmente sin sentido y ya en el «final de la historia», parece que la esperanza no tiene mucho que hacer. ¡Hoy más que nunca se impone la esperanza! Ella es la virtud de los «después de». «Contra toda esperanza» (productivista, consumista, inmediatista, pasiva), esperamos. Debemos proclamar humildemente pero sin complejos nuestra esperanza pascual y escatológica. Y debemos hacerla creíble aquí y ahora. Porque esperamos, actuamos. El tiempo y la historia son el espacio sacramental de la esperanza.

 

Pedro Casaldáliga

 

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