Debo confesar que he leído, con interés decreciente, las cuatro novelas que hasta ahora componen el singular universo literario creado por J. K. Rowling. Como aspirante a escritor, mi lectura iba empañada en todo momento de la más pura curiosidad ante la prodigiosa maquinaria de crear lectores que sostenía entre las manos. Cada nueva página engullida agudizaba aún más mi interés: ¿dónde está el truco?, ¿cuál es la piedra filosofal para convertir en un tesoro el papel y la tinta? Los motivos de la arrolladora repercusión que la serie de obras está teniendo entre el público infantil se me antojan ahora (esto lo digo «a toro pasado»; si no, hubiera sido yo el creador de semejante gallina de los huevos de oro), hasta cierto punto, transparentes. Podemos explicar con pulso seguro cuáles son las teclas que la autora inglesa ha tocado con sagacidad para cautivar a un tipo de lector, el niño, cada vez más reacio a la letra impresa:
- Magia multicultural
En primer lugar, la obra es una inteligente mezcla de elementos fantásticos provenientes de las más diversas mitologías: seres del Olimpo se codean con criaturas nacidas en las húmedas tierras del norte o en «Las mil y una noches», y todo ello se adoba de reminiscencias de la Tierra Media o de la Fantasía de Michael Ende y se acompaña con ritos y referencias al ciclo legendario del rey Arturo, alusiones a las grandes creaciones del terror gótico (vampiros, hombres lobo…) o del cuento y la leyenda popular. Al lado de esto, la fértil imaginación de la escritora sitúa sus propias creaciones maravillosas que, en un contexto dominado por la magia, no rechinan lo más mínimo. Primer ingrediente, por tanto, de la poción, una fuerte dosis de magia multicultural.
- Refrito de literatura infantil
En segundo lugar, las cuatro novelas se construyen, además, como un ingenioso pastiche de ciertas tendencias de la novela infantil con mucho predicamento: junto al expresionismo cruel de Roald Dahl (latente en las escenas con los Dursley) y la tradición de la novela de misterio en la que un grupo de niños actúan como detectives ( los ejemplos sería interminables: citemos, a título de ilustración, la producción de Enyd Blyton, con obras emblemáticas como la colección de «Los cinco») se encuentra la tradición de la novela realista a lo Nostlinger o Gripe, protagonizada por muchachos con problemas (Harry Potter es un huérfano, los Weasley carecen de medios económicos, Hermione sufre rechazo por ser tremendamente aplicada…) o el gusto por la travesura y la ruptura de normas presentes en títulos clásicos como los volúmenes de Guillermo el travieso (los hermanos de Ron siempre están planeando trastadas; el propio Harry y sus amigos resuelven los más diversos misterios gracias a su temeridad y rebeldía). En fin, la poción requiere, como segundo ingrediente, un refrito de lo más granado de la literatura infantil.
- Espejito mágico…
José María Merino comentaba en un artículo que J.K. Rowling había sabido recrear un ambiente con el que un lector de corta edad puede, a la vez, identificarse y evadirse. En las aventuras de Harry, el componente mágico se sostiene en los puntales de una realidad tremendamente próxima: el ambiente escolar de Harry, con su ritmo dictado por el transcurrir del curso, con las asignaturas, los exámenes, los profesores y compañeros más o menos soportables… Todo ello, a pesar de su idiosincrasia sajona, resulta familiar a cualquier muchacho o muchacha de nuestros días. Del mismo modo, la obsesión por el deporte sobre escobas voladoras no es nada más que un trasunto de la pasión que el fútbol (o del béisbol para un niño norteamericano) suscita a menudo desde la más tierna infancia. Sin embargo, como decíamos al principio, esos elementos reconocibles superan su cotidianidad, su carácter ordinario por el componente mágico que los singulariza: las matemáticas son ahora artes oscuras, las ciencias, pociones o animales mágicos, la literatura, conjuros, etc, etc. Tercer ingrediente, pues, un espejito mágico donde mirarse y encontrarse otro.
- Realidad y gustos
A todo esto, finalmente, debe añadirse la peculiar personalidad de Harry, un niño que en el mundo real pasa desapercibido, hasta el punto de ser considerado por su propia familia adoptiva un cero a la izquierda, mientras que en el mundo de los magos posee la vitola de héroe. Esta escisión entre el reino de la realidad, anodino y gris, y el reino de la fantasía, pletórico y excitante, territorio donde uno puede investirse con los atributos de lo legendario, conecta directamente con la sensibilidad de cualquier ser humano (aún más de un niño) y con esa necesidad que toda persona alberga de diferenciarse del resto, de salir de la masa anónima, aunque sea imaginariamente, para constituirse en una criatura única y excepcional. Ya tenemos el último ingrediente del filtro: unas gotitas de cómo son las cosas y otras tantas de cómo nos gustaría que fueran.
La película Harry Potter y la piedra filosofal, por desgracia, sabe ilustrar muy bien los peores defectos de la novela en que se basa y, sin embargo, se muestra torpísima para asimilar sus mejores virtudes. Si la falta de ritmo narrativo, el esquematismo moral (nada que ver con el complejo maniqueísmo que atribuíamos a El señor de los anillos), la simpleza sicológica de sus personajes y dramática de sus situaciones constituyen elementos de la marca Rowling detectables en las novelas, la facilidad para integrar lo maravilloso y lo cotidiano o la perspicacia para el pastiche, que también constituyen características propias de la obra literaria, brillan en su adaptación tristemente por su ausencia. La versión de Columbus, en este sentido, confunde lo mágico con el efecto especial y, salvo en contadísimas ocasiones, no consigue la atmósfera adecuada para que el espectador suspenda su incredulidad y se sienta de verdad transportado al país sin límites de la fantasía. Por otro lado, si las novelas de la serie transforman en algo cotidiano la vida de la escuela de magia (con lo que, en este contexto «de día de diario», los elementos maravillosos ganan en relieve y densidad) la película sacrifica ese ritmo de lo ordinario y lo sustituye por un cúmulo de sucesos excepcionales, lo que, por el contrario, consigue volver anodino lo supuestamente prodigioso. Para terminar diremos que el pastiche (la imitación de estilos y modelos genéricos diversos, integrados en una obra que se aleja mediante la fusión y relectura de elementos de sus referentes) en manos del director americano sólo alcanza a descafeinar el material original y transformarlo en una suma de rutinarios lugares comunes de «película infantil», en el peor sentido de la expresión.
En el nivel pedagógico, ¿qué ofrece Harry Potter? Reconoceré que el «por arte de magia» ya, de por sí, me parece un mecanismo de enfrentamiento con la realidad muy poco edificante y en la película hay mucho de esto (en el libro, la magia, además de un don, es el fruto de un proceso educativo mucho más marcado y costoso, en el que el sacrificio y el esfuerzo se alían a las capacidades innatas). Por si fuera poco, la competitividad (a propósito: el juego de puntos que distingue a la mejor casa de la escuela se resuelve de forma sonrojantemente tramposa, tendenciosa e injusta al final) como motor de las relaciones y la pintura redomadamente simple por exagerada y sin matices de la maldad transforman este producto en algo más valioso desde el punto de vista sociológico que desde cualquier otro.
Jesús Villegas