«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos», Lc 10, 21
Hubo un tiempo en el que corría de un sitio para otro descubriendo nuevas experiencias, nuevas personas, nuevas formas de amar y ser amado.
Mis jóvenes piernas gozaban de tu energía
y me permitían acudir allí donde requerían nuestra presencia.
Pero a alguien no le debió gustar todo lo que yo hacía,
y un día me las cortaron cruelmente.
Te pedí ayuda, Señor, y juntos y sin que nadie lo supiera
utilizamos nuestras manos para seguir haciendo el bien.
Cuántas personas gozaron de nuestras manos amigas.
No conforme con nuestra tarea, una mañana desperté con las manos
maniatadas. Acudí a ti. Tu mirada cariñosa me hizo descubrir que todavía
podíamos seguir construyendo un mundo mejor. Fue entonces cuando
utilizamos nuestros ojos, nuestra mirada y nuestra sonrisa para estar cerca de los que más nos necesitaban.
Sin embargo, muy pronto también me privaron de la vista. Volví a acudir a ti y juntos utilizamos nuestras voces para gritar a todo el mundo tu palabra.
Nuestra voz llegó a mucha gente y muchos fueron los que se unieron; y nuestra
voz se hizo más potente y tu palabra quedó sembrada en muchos corazones.
Aunque lo que era una voz sana, melódica y reconfortante para muchos, para
otros era estridente y molesta. Por eso también me negaron expresar con
palabras las maravillas que tú estabas haciendo en mí…
Hoy me presento ante ti, malherido por todos los costados. Ellos al fin creen haberse quedado tranquilos, sentados en sus amplias butacas. Al fin ya nadie será un estorbo en sus cómodas y placenteras vidas.
Lo que no saben, Señor, es que tú seguirás a mi lado, y juntos, corazón con
corazón, seremos aliento y estímulo para tanta gente cansada y agobiada e
injustamente maltratada.
JOSÉ MARIA ESCUDERO