Es inhabitual que un título resulte definitivo a la hora de revelar los contenidos de la obra que presenta, pero en la última película de David Lynch hasta en esa cuestión, aparentemente nimia, se ha actuado con mano maestra. «The Straight story» es, literalmente, «la historia de Straight», su anciano protagonista: su historia vital íntegra y también el pequeño fragmento de la misma, la historia concreta, que la película relata. No obstante, el vocablo straight significa en inglés también verdadero, es decir, ni falsificado, ni fingido (o ficticio). Además, entre las acepciones del término se encuentran las de honrado y recto, tanto en el sentido moral del término como en lo meramente físico. Pues bien, como anticipa el título, la peripecia de Alvin Straight es, ante todo, la aventura de un hombre fundamentalmente honesto que, en los últimos días de su vida, emprende un viaje directo y sin revueltas, recto, sin retorno posible, hacia adelante y hacia el mismísimo centro de sí mismo: hacia su verdad que, como toda auténtica verdad, es la de la propia condición humana.
El protagonista de Una historia verdadera decide recorrer los más de quinientos kilometros que lo separan de su único hermano, con el que no se habla desde hace años, con el fin de reconciliarse con él antes de la muerte de ambos y recuperar, en última instancia, un viejo rito que marcó su infancia: desde el porche de su casa, los dos hermanos contemplaron en infinidad de ocasiones, juntos y en silencio, las estrellas. Para llevar a cabo esta odisea personal hacia el perdón y el mito familiar, Alvin sólo cuenta con una pequeña y lenta segadora que se mueve por las carreteras de Estados Unidos a una velocidad anacrónica (no supera los diez kilómetros por hora), con el trote cansino y sabio de los viejos elefantes que se dirigen, majestuosos, hacia su propio cementerio.
Como no podía ser menos, el itinerario del anciano supone, ante todo, un camino de vuelta hasta la conciencia propia, un viaje al principio de su mundo: en los sucesivos encuentros que jalonan su camino, Alvin lleva a cabo una dolorosa recapacitación sobre lo vivido (sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial, la trágica historia de su hija deficiente, la ruptura con su hermano…) y, lo que es más necesario, un balance final sobre el hecho de estar vivo. Con la sabiduría que dan los años, Alvin ha aprendido a valorar la existencia en su justa medida, separando el grano de la paja, hasta quedarse con aquello que es esencial, esas tres o cuatro verdades que hacen de la existencia algo indudablemente valioso.
¿Y qué es, en definitiva, lo verdadero? Alvin nos lo va desvelando a medida que pasan las millas: vivir sin prisas, a diez por hora; mirar alrededor con ojos limpios, viendo; disfrutar de cada instante por el mero hecho de ser posible; aguardar el final de cada día y el de todos nuestros días como quien se calienta al lado de una buena hoguera tras una larga jornada de camino; aceptar y consagrarse al misterio, a lo trascendente, a lo hermoso (esas estrellas, símbolo precioso y múltiple); no tener jamás miedo… Y, en el centro de todo, la verdad más valiosa: cultivar constantemente la relación con los otros y cuidar con mimo los sentimientos básicos (todo lo contrario a los instintos básicos): la complicidad fraterna, que permite compartir sin hablar incluso lo inexplicable, el amor conyugal, la entrega paterno-filial, la amistad sin adjetivos. Alvin, sin arrogancias, nos va descubriendo con su actitud ejemplar todo aquello que transforma la vida, ese «cuento contado por un idiota con ruido y furia que nada significa» del que hablaba Shakespeare, en una historia verdadera, dotada de sentido. A pesar de los errores (el rencor constituye, probablemente, la mayor torpeza a la que el hombre se ve abocado), a pesar del desencanto (Alvin explica a unos jóvenes ciclistas, en un secuencia memorable, que lo peor de la vejez es recordar la juventud), a pesar de la muerte, respirar, estar en pie ha merecido la pena.
La última película de D. Lynch está tan repleta de sugerencias que sería imposible agotarlas en este comentario: como canto de homenaje a la vejez, ese momento en el que el ser humano alcanza la auténtica mayoría de edad, como poema contemplativo y musical a propósito de la belleza del mundo, como western moderno, crepuscular y pletórico, como obra lynchiana (extraña a la par que transparente, enigmática sin dejar de ser sencilla), Una historia verdadera es una obra maestra, maravillosa y elemental: como la gota de agua.
JESÚS VILLEGAS