La droga es nuestra casa o… lo que salva es el amor

1 julio 1998

Emma cuenta cómo ha vivido el «infierno de la droga» en un hermano.

 

  • La experiencia del dolor

El dolor, cuando es profundo y duele mu­cho, es una de esas experiencias que cuesta integrar (lo cual no supone comprender, ni justificar, ni mucho menos exaltar).

La imagen que mejor expresa para mí esta experiencia es la de bajar a los infiernos, algo que uno no elige ni desea, pero que la vida impone a millones de personas. Los «círculos infernales» de nuestro mundo son innumera­bles. Teóricamente los conocemos, pero… ¡qué distinto es cuando la vida te introduce de lleno en alguno de ellos! A mí y a los mí­os la vida nos introdujo concretamente en el «círculo diabólico» de la droga, la marginación, la delincuencia, la cárcel, el sida…, al final del cual sólo se vislumbra, antes o después, la muerte.

La primera palabra es de protesta y denun­cia de la hipocresía de una sociedad que ve per­derse a una generación entera de jóvenes, y que para defenderse de una situación que ella misma genera y de la que se aprovecha, sólo acierta a encarcelar a las víctimas… y no encuentra delito en los Oubiñas de turno, en­riquecidos a costa de miles de muertos.

También una se asombra de la solidaridad que muchas veces provoca… En este abismo de dolor y muerte, los sentimientos se agol­pan y es muy difícil evitar preguntas que no tienen respuesta: ¿por qué?, ¿por qué una vez más el triunfo de la injusticia y el mal?, ¿por qué tantas muertes inocentes? La rabia y la re­beldía asoman una y mil veces, y es bueno no acallarlas demasiado pronto, al menos hasta reconvertir esa energía en lucha contra las causas de ese mal y en misericordia compasi­va para sus víctimas.

 

  • Silencio

Al comienzo, cuando descubrimos que mi hermano y la que sería después su mujer es­taban enganchados a esa rueda infernal, toda la familia luchó unida con la esperanza de

una pronta salida. Después fuimos descu­briendo que hay que permanecer esperando contra toda esperanza razonable, para ir apren­diendo poco a poco (a nosotros nos costó más de 16 años) a seguir ahí, amando y luchando. Cuando se intuye la recuperación deseada y la salida del «círculo infernal», se comprueba enmudecido que lo que amanece (el sida) es más dolor… Se enmudece porque no hay pa­labras para expresar el mazazo que una noti­cia así te produce. El sentimiento global es de frustración y de fracaso. No nos merecíamos este final. ¿Para qué tanto luchar? ¿Para qué amor? Dónde estás, Dios, y qué palabras pue­des decir ante esto…? El «Dios mío: ¿por qué nos has abandonado?», resuena con mucha fuerza en el corazón y se hace plegaria y pro­testa.

 

En estos momentos asoma aún otro gran enemigo, el miedo paralizador. En este trance sólo cabe callar ante el misterio y permane­cer, en la noche, sin fuerzas para seguir cami­nando, a la espera de una Palabra que pueda dar algún sentido, alguna fuerza para per­manecer en la lucha por la vida…, mientras dure. El silencio de Dios se rompe: «El ángel le dijo: Levántate y come, que el camino es supe­rior a tus fuerzas» (1Re 19,7-8). ¡Qué alivio produce sentir que alguien se hace cargo de tu situación… Es la hora de reconocer y agra­decer a los «ángeles» que, a lo largo del cami­no, te alimentan con el pan de la solidaridad, de la cercanía, de la gratuidad…

  • Revelación de la verdad

Una experiencia honda de dolor puede suponer también un lugar de revelación. Re­velación de la realidad, de la propia verdad y de la verdad de Dios si se cree en él.

  • Revelación de la realidad: Un mundo terri­blemente injusto y mentiroso; un mundo donde a los débiles y pobres se les aparca mientras mueren, a ser posible donde no se­an vistos… Una realidad solidaria y hermo­sa, donde nace el amor hasta dar la vida por los hermanos…
  • Revelación de la propia verdad: Es bueno descubrirse a sí misma intentando escurrir el bulto… Lenta y trabajosamente vas apren­diendo a mirar el dolor de frente. Descubres tus mecanismos de defensa para que el dolor no te destruya: un sano sentido del humor, una realista racionalización… Puedes tam­bién aprender a pedir ayuda, a sentirte débil, cansada y dolorida, sin fuerzas y abatida, ca­da vez más vulnerable y más humana…

o Pero es, sobre todo, lugar privilegiado pa­ra decantar la hondura del amor. La gratuidad del amor tiene ahí una prueba de fuego: no sólo esperar la recompensa o la respuesta del ser amado, sino también aceptar su «inutilidad»… En esos momentos no sirve de mucho decirse que el amor entregado no se pierde nunca, aunque sepas que eso es verdad, pues la primera beneficiaria eres tú misma… Es entonces, sobre todo, cuando puede acontecer la gracia de barruntar algo de la verdad del Dios revelado en Jesús.

A lo largo de estos 18 años he tenido la oca­sión de revivir infinidad de veces la expe­riencia del Padre-Madre bueno de laparábola del hijo pródigo… La de un amor que «discul­pa siempre, perdona siempre…». Un amor que «se olvida de ofensas y agravios…». Todo eso es verdad -decía nuestra madre- pero es mi hijo y no puedo dejar de quererlo». «Todo esto, aquí totalmente balbucido, ha si­do para mí el mejor camino para abrirme a la Fe en el Dios Amor incondicional del que habló Jesús. Porque si unos padres saben amar así, ¿puede Dios amar menos… y peor?

El rostro de Dios en el que creo, es el que me han mostrado mis padres, y tantos otros que luchan contra el dolor y sus causas con todas sus fuerzas. Quizá por ello ahora mi fe alcanza a barruntar que Dios estaba presente en la cruz del Hijo, amando impotentemente. Nada hay más inerme que el amor. Tampoco Él «pudo» librar de la muerte al Hijo amado; pero no sólo nos capacita para esperar la vi­

da definitiva, sino que nos muestra que ya hay una manera de vivir que es germen de resurrección. Ésta es la esperanza que nos alienta.

 

  • El amor que salva

Lo que salva es el amor. El amor hace posible que el dolor no nos queme, libra de la deses­peración, da vida, sostiene, cura, hace crecer, capacita para poder perder la vida y entre­garla. La salvación acontece en la historia, no desde los que tienen el poder, sino desde los que aman… Saber permanecer y sufrir con y por el otro es lo más importante que la vida puede enseñarte… Desde aquí se descubre cómo es posible que un dolor pueda llegar a ser dolor de parto, y no de aborto o de muerte.

En esta experiencia se me ha revelado el Dios de Jesús: con nosotros, para nosotros, a merced de nosotros y como nosotros. En una conversación que tuve con mi hermano, me arriesgué a preguntarle cómo se sentía ante un final que se prevé cercano, cómo veía ahora la vida, si creía en la otra vida y en Dios…

Su respuesta fue la siguiente: «Ahora, a mis 37 años, descubro que he perdido la vida porque no he aprendido a amar…No sé si hay otra vi­da. Si no la hay, al fin se ha terminado para mi y para todos vosotros este infierno. Si la hay, y en ella me aguarda Dios, después de la experiencia familiar vivida no, puedo te­ner miedo a encontrarme con El». Se ha muerto mi padre. En los últimos momentos ha escuchado de boca de su hijo -mi her­mano- unas palabras muy importantes: «Perdón… Gracias… A pesar de todo, siem­pre te he querido y, sobre todo, siempre me he sentido querido por ti. Vete en paz, ya me dejas fuera de esta mierda. Vete preparándo­me allá un buen lugar».

EMMA

PARA HACER

  1. El animador invita al grupo a ponerse en la situación que describe Emma o en alguna otra «situación límite»… ¿Que haríais? ¿Por qué?
  2. Leer el testimonio de Emma. Comentarlo en profundidad, leyendo entre líneas.
  3. «Mi vocación es el amor», dice Teresa del Niño Jesús, nueva doctora de la Iglesia y patrona de las misiones desde su vocación contemplativa. Comentar esa frase que habla de esta común vocación.
  4. Meditar, en un momento de oración, el capítulo 13 de la carta a los Corintios. Situarlo en el contexto del testimonio de Emma. «Resonará» de forma distinta… (O alguno de los textos bíblicos que nombra ella: 1Re 19,7-8; Lc 15,11-31). 5. Según el lugar, la edad y las posibilidades del grupo, tomar algún compromiso en torno a esos mundos (droga, si­da …) de los que nos ha hablado Emma.

JOSÉ SORANDO

 

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