American beauty

1 enero 2000

Decir, a estas alturas, que la película de Sam Mendes retrata con acidez demoledora las trastiendas ocultas de la sociedad americana actual no aporta nada nuevo. Sin embargo, si aclaramos que detrás de las caras siempre limpias y genuinamente norteamericanas que pueblan esta obra se esconde la más sucia y ecuménica de las desilusiones y añadimos después que en la forma de existencia de estos seres se quiebra todo el sistema occidental de creencias y principios, tal vez estemos sugiriendo nuevas y más hirientes lecturas de esta inteligente obra, lecturas que, ahora sí, nos conciernen a todos. Porque, desde mi punto de vista, el interés de American beauty radica en que su carácter aparentemente local recubre, en el fondo, una intensa denuncia global, capaz de tocarnos a aquellos que, satisfechas con holgura nuestras necesidades esenciales, disponemos de todas las oportunidades del mundo para sacarle algo digno a esta vida y las derrochamos impunemente, siendo, para más inri, infelices.

 

Los Burnham resumen aquellas carencias endémicas que, desde hace tiempo, oxidan un mundo sólo teóricamente civilizado. Esas casas pulcras con jardín, esos cuerpos maquillados y pagados de sí mismos albergan tan sólo almas perdidas, conciencias que han aprendido bien a invertir su dinero y, sin embargo, han olvidado en el camino qué hacer consigo mismas. La obsesión compulsiva por el triunfo, el reinado de las apariencias en todos los terrenos, la incomunicación, la prepotencia sexual o mental y, en última instancia, el más clamoroso de los vacíos constituyen el libro de familia de estos seres y de los que se codean con ellos, tan patéticos todos como desdichados. En este comentario nos centraremos en uno de ellos, el protagonista de la historia.

Lester, el cabeza de familia al borde de la cincuentena, conserva al menos cierta lucidez para evaluar su propia ruina personal: sabe que su existencia se limita a la suma de, por una parte, un trabajo alienante, por otra, una relación matrimonial que ha perdido el norte y, como guinda, una hija a la que no puede ofrecer absolutamente nada. Que un hombre adulto afirme que el mejor momento del día se produce todas las mañanas en la ducha, cuando se masturba, lo dice todo a propósito del grado de miseria vital y de nihilismo en el que se ha sepultado el que, como antes anunciaba, resulta, para desesperanza nuestra, el personaje más clarividente de la función.

En el momento en que decide romper esta aparente cadena de fracasos, su opción constituye un arrollador batacazo a cualquier idea halagüeña sobre el género humano de principios de este siglo: tras abandonar su trabajo, tras cantarle las cuarenta a su esposa, después de intentar restablecer (sin éxito ni auténtico interés) el contacto con su hija, Lester se embarca en su particular cruzada personal por mejorar el mundo o, al menos, su mundo: la salida honrosa al destrozo de sus días que se le ocurre es intentar recuperar la juventud perdida conquistando a la amiga de su hija, Ángela, una niña-fatal de quince años, con el único y elevado propósito de llevársela al catre.

 

No caben utopías. Cuando este pobre infeliz, narrador, además, de la película, cae en la cuenta de sus miserias, en lugar de escapar hacia adelante, o hacia adentro, o hacia la dignidad, corre hacia atrás, a refugiarse en la más purulenta de las adolescencias. Regresa al porro, se dedica a cultivar su músculo para seducir a Ángela, trabaja en una hamburguesería, sigue masturbándose a diestro y siniestro, todo con el descabellado objetivo de reencontrar un tiempo mejor que, probablemente, nunca existió.

No se me ocurre un diagnóstico más desasosegante y certero sobre nuestra sociedad actual: esta manera cruda de sugerirnos que, en el fondo, el desarrollo nos ha convertido en unos adolescentes perpetuos que sustituyen sus ideales por acné mental contiene tan altas dosis de veracidad que asusta. Que nuestro mundo degenere en un estúpido guateque, que nuestras aspiraciones más íntimas se cifren en compensar con orgasmos la falta de horizontes puede parecer caricaturesco, indudablemente, pero, siento decirlo, la caricatura no es aquí cuestión del estilo deformante de esta película, sino más bien la copia fiel de un estilo de vida (¿el nuestro también?) que está llegando a lo esperpéntico.

Si tuviera que resumir en una sola palabra el mal de nuestro tiempo no dudaría ni un instante: inmadurez. Y de eso habla, de nuestra inmadurez globalizada, American beauty.

 

JESÚS VILLEGAS

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