CONCORDIA

1 abril 2012

El accidente del crucero Concordia frente a costas italianas, se ha convertido en uno de los sucesos más impresionantes que hemos visto recientemente. .

El fenomenal trasatlántico, herido de muerte junto a la costa, varado como una ballena metálica que lanza sus últimos estertores antes de expirar, está concitando la mirada de millones de hombres y mujeres que, con la respiración contenida, asistimos a los acontecimientos del que fue un gran barco de lujo y ahora agoniza en la playa.

El Costa Concordia era un monumento a la ostentación. Nació el 7 de Julio de 2006, ése fue el primer día en que fue botado con la idea de convertirse en un palacio flotante que hiciera las delicias de todos los que navegaran con él. Con capacidad para 3200 pasajeros y dotado de 1500 camarotes, el Concordia disponía de 5 restaurantes, cuatro piscinas, sauna, baño turco, solarium, sala de cine, casino, teatro y discoteca. 292 metros de pompa y magnificencia, de suntuosidad y esplendor para navegar entre la diversión y la fascinación viendo el mundo desde el otro lado y recorriendo la silueta de continentes, ajenos a sus historias y a sus dramas.

En su interior, y disfrutando de unas vacaciones perfectas, convivían hombres y mujeres de muchas nacionalidades: italianos, alemanes, franceses, españoles, británicos, australianos, turcos, kazajos, polacos, nepalíes, serbios, sudafricanos… hasta 62 nacionalidades constituían un pequeño mundo flotante que hacía alusión al nombre del trasatlántico, un pequeño paraíso de la concordia, multiétnico, plurirreligioso, interracial, plural.

Más de 4.000 vidas, entre trabajadores y pasajeros, cada cual con sus historias y vivencias. Había quien disfrutaba del viaje de novios, otros habían ahorrado para pasar unas vacaciones, familias enteras se regalaban el crucero, jóvenes ansiosos de ver cuanto más mundo mejor se habían embarcado, personas que se jubilaban y lo celebraban, habría quien huiría de su pasado buscando reencontrase… Muchas vidas, muchas historias, muchas ilusiones.

Y he aquí que, de la forma más insulsa imaginable, la noche del 13 de enero el barco encalló, hundiendo vidas y esperanzas de miles de personas. Pronto empezó el recuento de muertos, de desaparecidos, de supervivientes; comenzó asimismo el miedo al desastre ecológico amenazante con los depósitos llenos de fuel.

Los profesionales de la mar se aprestaron a decir que el capitán del barco había cometido una imprudencia enorme: acercarse excesivamente a la costa sin hacer caso de las cartas de navegación que señalaba las rocas contras las que embistió la embarcación. Al parecer el capitán quiso saludar a unos coleguitas de la isla y rendirles un homenaje. El imprudente marino fue el primero que, tras el choque, abandonó el barco en lancha mientras los navegantes del Concordia luchaban desesperadamente para salvar la vida. Sálvese quien pueda, debió pensar el intrépido lobo de mar cuando, izando la bandera de la desvergüenza, escapaba del barco al ver que el viaje estaba acabando trágicamente.

Como si fuera una parábola de nuestra crisis socioeconómica, el lujo se hundía mientras los responsables se ponían a salvo bien seguros. La mar se tragaba el esplendor y el derroche mientras los causantes del desastre se aseguraban otras playas en las que sentirse tan ricamente.

Y frente a este espectáculo dantesco y vergonzante, hubo un gesto hermosísimo que debe ser reseñado: los 1.500 habitantes de la isla de Giglio abrieron sus casas, su Iglesia, sus almacenes y su corazón para acoger y albergar a las víctimas de la tragedia. Esas sencillas gentes de mar dieron una sobrecogedora lección de acogida y amor. Dieron albergue, mantas, comida y medicinas; también dieron cariño, consuelo y humanidad a un colectivo de personas que les triplicaba en número y a las que el mar se había tragado sus ilusiones.

Me quedo con esta última imagen. Mientras en nuestra sociedad vamos asistiendo al hundimiento de un modelo de vida que va dejando tras de sí miseria, desahucios y estrecheces a la vez que los responsables del naufragio están bien seguros, sólo la solidaridad nos salvará. Sólo abrir los brazos al que está con el agua al cuello nos hará salir a flote. Habrá que empobrecerse un poco para que otros puedan emerger.

Me viene a la memoria el lema de la última campaña de Caritas: “Vivir sencillamente para que otros sencillamente puedan vivir”. Los habitantes de Giglio han dado una hermosa lección de sencillez y misericordia. Sin esa actitud fraterna que nos impulsa a compartir, naufragarán nuestro humanismo y nuestros ideales. Sin la solidaridad se nos hundirá hasta la concordia.

JOSAN MONTULL

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