Cuento lucano de Navidad

1 diciembre 2010

“Ha aparecido la humanidad y la benignidad de Dios”. Lo leían en la iglesia por aquellos días, lo comentaba el cura. Y uno creía percibirlo al ver la ciudad tan iluminada, repletos los escaparates, y los niños como borrachitos inundados de juguetes inútiles.

El señor Gonsales i Esteve, católico de toda la vida, militante de La Legión de Dios y padre de muchos hijos, pensó que valía la pena buscar esa aparición, y salió con todos los suyos en la furgoneta Mercedes. El señor Gonsales estaba muy agradecido a Dios porque, con eso de la crisis económica, acababa de obtener una jubilación anticipada de una muy buena paga mensual de euros. Gracias a ella, pensaba, si Dios le daba aún más hijos podría educarlos dignamente y de acuerdo a sus convicciones morales.

La familia Gonsales i Esteve se puso en camino en busca de la bondad humana de Dios. Era ya tarde: comenzaron acercándose a algunas iglesias pero estaban ya todas cerradas. Recorrieron el Ritz y otros hoteles dignos, el Corte Inglés y otros Centros rebosantes de ofertas suntuosas, pero allí nadie sabía nada de la bondad de Dios. El ayuntamiento y el palacio episcopal tampoco respondían… Dando vueltas con el coche en medio de un tráfico molesto, los niños pequeños se empeñaron en que hacia el sureste de la Ciudad: por allá por la zona del Besós se veía una luz muy extraña, una especie de aurora boreal o vaya usted a saber qué.

Por complacer a los niños, aunque él ya veía que era una locura, fueron acercándose a aquella zona, no sin miedo de que algún atraco les dejara sin el coche. En la parte más lejana de La Mina, allí donde ni las olimpíadas habían llegado a poner guapa la ciudad, se veía como un fuego encendido delante de unas ruinas…

Myriam era una emigrante rumana, y su marido Yusuf era magrebí. Vivían lejos de la ciudad, pero habían decidido acudir a ella porque tenían plazo hasta el 31 de diciembre para presentar los papeles para el permiso de residencia, luego de tantos años. Pensaban venir los últimos días del año, pero Myriam esperaba un niño para aquellos días y su esposo creyó que era mejor adelantar el viaje porque, además, otra pareja amiga de inmigrantes podrían llevarles a la ciudad, donde iban a visitar a sus padres. Les dejaron por allá por el Besós: “Aquí hay mucha inmigración y seguro que encontraréis quien os cobije por dos días”. Pero todas las casas estaban llenas de gente que había venido por las fiestas, o por el mismo problema de los papeles. Yusuf hizo sus cálculos y trató de buscar alguna pensión baratita. Pero tampoco hubo manera: ya no existía ese tipo de pensiones: habían desaparecido todas para forzar a los sin techo a dejar la ciudad. Y las pocas que aún quedaban estaban llenas por las mismas razones.

Ante la desesperación de Yusuf, le dijo Myriam: “No te preocupes, ya sabes que bastante gente duerme en la calle en esta ciudad. Busquemos sólo un sitio donde no pasemos demasiado frío; sobre todo por el niño que llevo dentro, pobrecito mío.” Y así es como, por allá por La Mina, fueron a dar a una chabola en ruinas, donde el único espacio no cubierto de piedras era un viejo corral vacío. Yusuf barrió todo el piso de excrementos de cabra y hojarasca reseca y encendió una pequeña fogata. Pero, la mala suerte quiso que -quizá como consecuencia de los traqueteos del coche y de las caminatas por la ciudad- a María se le adelantó el parto y comenzó a sentir contracciones…

Hasta allí nada menos se acercó la familia Gonsales i Esteve, movidos por la obsesión de los niños pequeños que decían ver una luz resplandeciente. Prudentemente, los padres dejaron a la prole metida en el coche, a cargo de los hermanos mayores. Cerraron el vehículo y se acercaron al corral. El espectáculo era más bien deprimente: alejada un poco la basura por el rápido barrido de Yusuf, se adivinaba en el suelo un trozo de cordón umbilical. Myriam tenía en brazos a una pobre criatura dormidita y daba gracias a Dios de que, antes de salir de casa, se le había ocurrido coger unos pañales por si acaso… Unos metros más atrás, Yusuf estaba de pie, como absorto y sin saber qué hacer. Si le hubiesen mirado mejor, quizá habrían sospechado que dos lagrimones rodaban por sus ojos. Pero prefirieron no mirar más: “Vamos, que los niños estarán nerviosos y aquí ciertamente no está la paz de Dios”. La mujer comentó entonces que ella había leído en el Hola algo referente a la violación de una inmigrante por un magrebí: lo habían comentado dos días antes en la peluquería. El marido decidió entonces que lo mejor era ir a presentar una denuncia. Y hacia allá se encaminaron a las tantas de la madrugada.

Ya no pudieron ver que, a poco de marchar ellos, unos gitanos de los que aún quedaban por La Mina, comenzaron a acercarse al corral porque habían sabido que acababa de producirse allí nada menos que un parto. Llevaban leche calentita para la mujer y un carajillo para su esposo; y pronto comenzaron a cantar, escandalosos como suele ser esa gente.

Entre tanto el señor Gonsales i Esteve presentaba su denuncia, detallando la ubicación del posible violador mientras se decía: “Si no he encontrado la humanidad de Dios, al menos he hecho lo que debía hacer…”

José I. González Faus

 

 

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