El deber de ser feliz

1 enero 2001

Las revoluciones norteamericana y francesa introdujeron el derecho a la felicidad. Aquello era la modernidad. Ahora, con la postmoder­nidad, la felicidad ha pasado a ser un deber más que un derecho. Antes de la ilustración, en el reino moral del cristianismo romano, la desdicha en este mundo era indicio de hallar­se acaso en el lugar correcto ante los ojos divi­nos.

Siendo este paraje un proverbial valle de lá­grimas, lo coherente, de acuerdo a las predica­ciones, era acumular motivos para sollozar. El tiempo del gozo y la alegría sobrevendría des­pués, en un más allá metafísico donde espera­ba como recompensa el soleado reino de Dios. El aquí de este mundo estaba desacreditado co­mo lugar idóneo para el placer verdadero, y las gratificaciones de la existencia terrena eran, en consecuencia, triviales, cuando no peligrosas.

La llegada de las Luces cambió radicalmen­te las apreciaciones con su nuevo planteamien­to moral. La Revolución francesa no sólo pro­clamó la anulación del pecado original, sino que irrumpió en la historia como una promesa de felicidad dirigida a la humanidad entera. Una promesa que habría de cumplirse no ya en un paraíso eutrapélico, sino en los reales confines de esta tierra.

Bentham, el padre del utilitarismo, pedía promover «el máximo de felicidad para el má­ximo de gentes»; Adam Smith veía un signo divino en el mismo hecho de que los hombres desearan mejorar su condición; Locke reco­mendaba huir de lo incómodo (la uneasiness); la Constitución estadounidense proclamaba «el derecho a ser feliz».

En suma, por todas partes, en los fines del si­glo XVIII y principios del XIX, estalló la con­vicción de que era razonable desear la felici­dad terrena. El derecho a la felicidad humana se convirtió también en la meta de los socialis­mos utópicos y del marxismo, Hegel o Nietzs­che. Ahora, no obstante, cuando esas utopías se han desvanecido, cuando el progreso es una concepción abstracta y el futuro ha alcanzado el grado cero, la felicidad se hace un apremio.

No un derecho a conquistar, sino un deber a cumplir sin demora.

Nunca como hoy se había vivido una atmós­fera tan compulsiva para ser feliz, pasarlo bien, habitar confortablemene, sentirse pletóri­co y gozoso. Desde los imperativos publicita­rios a las ofertas de fármacos y psicofármacos, desde los club Med a los manuales de autoa­yuda, desde la extensión de los géneros de co­media a la generalización del humor como for­ma hegemónica de comunicación. No ser feliz en este mundo es el auténtico pecado de hoy.

Pascar Bruckner ha publicado recientemente un libro titulado La euforia perpetua, en torno a este fenómeno que asedia la existencia con­temporánea. Las democracias occidentales, di­ce Bruckner, son crecientemente alérgicas al sufrimiento, y en general al dolor, colectivo o privado, se resiste cada vez menos en el mun­do occidental. Unidades contra el dolor para aliviar su peso entre jóvenes o adultos, pero también la eutanasia para eliminar el padeci­miento de ancianos y enfermos terminales, o estudios para sortear los dolores a los recién nacidos. El dolor ha perdido en nuestro tiem­po cualquier utilidad simbólica y valor de cambio. El dolor formaba la conciencia, forta­lecía el cuerpo, depuraba los pecados, se ofre­cía en canje por bienes procedentes de la Pro­videncia; ahora, sin embargo, no parece servir para nada. O más bien es la causa del malhu­mor, de la baja productividad, de la peor so­ciabilidad, de la averiada cotización en los mercados sociales, la señal del fracaso. El de­ber es encontrarse bien y en forma, estar joven y fuerte, optimista y alegre. El sufrimiento ac­tual no es ya el mero sufrimiento sino el sufri­miento específico de no ser plenamente feliz. La enfermedad posmoderna no es estar enfer­mo sino la patología de no encontrarse bien o, como insignia máxima, estar deprimido. Es decir, la depresión extensa como efecto general de no ser, de acuerdo con los tiempos, lo bas­tante dichoso para sí.

Vicente Verdú

«El País», 29.6.2000

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