El hijo de la novia

1 septiembre 2002

Pongámonos sesudos: esta exitosa película argentina no ofrece nada nuevo a un espectador exigente, al menos en apariencia. Podríamos resumir su fórmula de forma telegráfica y dañina: historia de la profunda crisis laboral-familiar-existencial de un cuarentón que, poco a poco, consigue salir del agujero y rehacer su vida en todos los frentes stop. Por concretar un poco y no resultar antipático diremos que el agujero del que escapa Rafael, el sujeto en cuestión, es fundamentalmente el de su propio ombligo: en cuanto aprende a utilizar (en sentido literal y figurado) su corazón y a conjugar el pronombre «nosotros» (familia, amigos, pareja), su malestar o, mejor, su «malser» empieza a remitir. Cuando los problemas individuales son sustituidos por problemas compartidos entramos en el terreno de las auténticas relaciones humanas y de la existencia con verdadero sentido (dirección: el otro), y allí es donde, al final, consigue arribar felizmente el protagonista de este relato para iniciar, desde ese punto, un nuevo proyecto de vida.

Seríamos tremendamente injustos si redujéramos la obra de Juan José Campanella a estas líneas maestras precocinadas y viejas como el mundo. Es cierto que el director se ajusta a este esquema y, además, maneja las emociones a flor de piel , los buenos sentimientos y el humor ligero con un descaro que, para el ojo crítico que uno lleva dentro, vuelven demasiado almibarado el producto e invitan a arremeter contra sus blanduras , sus excesos lacrimógenos y su ingenuismo. Pero también es verdad que lo convencional de la propuesta y su amabilidad no esquiva las zonas oscuras y el sufrimiento, sino que, muy al contrario, los sitúa en el mismo centro de su desarrollo. Por esa senda la película se redime y se eleva por encima de las convenciones. Veámoslo.

La madre de Rafael padece Alzheimer. De forma irreparable, su memoria está condenada a extinguirse. A través de la enfermedad materna, la degradación, la perdida, la destrucción se vuelve elemento omnipresente en el entorno vital del protagonista, tanto al principio, en plena catástrofe personal, como al final de la historia que se nos relata, cuando aparentemente ha apaciguado todas sus zozobras: recordemos que el Alzheimer es una enfermedad degenerativa e incurable, que perdurará y se agravará, en consecuencia, una vez superado el desenlace del relato. El final feliz no lo es tanto.

¿Cómo enfrentarse con el mal sin solución que esta afección simboliza? Nino, el padre de Rafael, está empeñado en cumplir un viejo sueño de su esposa que no satisfizo en su día por sus ideas agnósticas: casarse por la Iglesia con ella. Nuestro protagonista evolucionará de la oposición frontal a este matrimonio (no quiere exponer a su madre a esa situación, que considera un gesto absurdo del que ella ni siquiera se va a enterar) a impulsar de todo corazón ese acto de amor. En el itinerario interior recorrido entre esos dos extremos se encuentra la respuesta a la pregunta con que arrancaba este párrafo. Por otro lado, es en la singular orografía de este camino donde radica lo más novedoso y valiente de El hijo de la novia, lo más significativo desde el punto de vista pedagógico.

Rafael es un egocéntrico negado para el compromiso, un tipo acomplejado, que se siente en la obligación de demostrar lo que vale a los demás, en lo que el considera erróneamente su forma de autorrealización personal. Con un negocio tambaleante, una novia a la que no quiere atarse y una hija «por temporadas» de su primer matrimonio, tras superar un infarto intentará buscar en su historia personal pasada alguna vía de salida, algún estímulo para el cambio. Sin embargo, cuando vuelve sus ojos atrás, en lugar de recuperar lo más valioso que se perdió con la infancia, sólo rescata de ese regreso a Nuncajamás actitudes escapistas o cobardes, de un utopismo infantil y vano: para salir del atolladero planea marcharse a vivir a México… con el fin de dedicarse a la cría de caballos (animal que, como muy bien le dice su exmujer, sólo ha visto en sus tebeos). Allí estaría «yo y mi alma, tirado todo el día, sin preocupaciones, sin nada».

“Setenta balcones/ y ninguna flor./ Odian el perfume,/ odian el color:/ si no aman la planta/ no amarán el arte/ no sabrán de música/, de rimas, de amor.” El padre de Rafael obliga a Norma, su esposa, a recitar esos versos una y otra vez, como ejercicio de conservación de la memoria. No se trata de palabras gratuitas. Todo lo contrario: resumen en buena medida cuál es la actitud del hombre maduro actual hacia la vida y, más en concreto, cuál es la visión del mundo del propio Rafael, así como el sentido final subyacente de la historia relatada. A nuestro protagonista lo que le ocurre, en esencia, aparte de sus problemas umbilicales, es que ha suprimido de su vida las flores y la poesía (el perfume, el color, el arte, la música, las rimas y el amor, se entiende), dos elementos simbólicos clave en el desarrollo de la película: en definitiva, el mundo del espíritu, el idealismo productivo, los sueños ilusionantes, los manejos del corazón. Ese es el tesoro de su infancia que debe desenterrar para seguir en pie y que sólo al final reencontrará.

Rafael con el paso de los años ha llegado a convertirse en un realista inflexible y ciego que niega la existencia de cualquier realidad interior y, sobre todo, que rechaza algo capital para seguir vivos: la necesidad de aceptar el misterio e incluso lo imposible como variables activas de la vida. La enfermedad degenerativa de su madre corrobora sus principios pragmáticos. Junto a sus nuevas experiencias vitales (destaca el reencuentro con su mejor amigo de la infancia) va a ser sobre todo el amor inquebrantable del padre y su obcecación por la boda las vivencias que acaben por resquebrajar su descreimiento y su materialismo: no se puede negar que el caos forma parte de la vida, es más, que el caos acaba con la vida, pero frente a él está el afán por querer y por creer, la lucha física y lírica por continuar avanzando como si fuéramos eternos. En esa pugna feroz entre lo visible, lo contingente, con todas sus limitaciones, y lo invisible (sea esto lo afectivo, lo espiritual, lo religioso o lo imposible) se juega la partida entre lo que tristemente somos y lo que noblemente podemos llegar a ser.

Recapitulemos: el discurso teóricamente complaciente de El hijo de la novia no está inspirado en un idealismo fácil que vuelve la espalda a la realidad, como puede deducirse de una visión poco atenta de la obra, sino en proponer que, ante un mundo que no excluye el dolor, el desencanto, la derrota, los problemas, la enfermedad, el olvido y la muerte (elementos todos presentes con mucha intensidad en la película), sólo una férrea fortaleza/fe interior, cimentada en los valores del espíritu y en el compromiso con y por el otro, nos permitirá encarar la vida con cierta esperanza. Ahí es nada. Si el cine actual más arriesgado es aquel que se atreve a mirar cara a cara a las realidades conflictivas de nuestro mundo para presentárnoslas descarnadas, con todas sus contradicciones y matices en carne viva, sin esquivar los fúnebres presagios que anuncian, Campanella opta por llegar hasta el pesimismo y franquearlo para acceder más allá, al punto de sugerir una necesaria vuelta al alma y a la utopía frente al desaliento. Buenos sentimientos, valores humanos, ternura y corazón, leído así el texto fílmico, ya no son atributos torpes de una película familiar complaciente, sino arriesgadas alternativas ante un mundo con setenta balcones y ninguna flor y una humanidad aquejada del mal de Alzheimer.

JESÚS VILLEGAS

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