El recién nacido

1 diciembre 1997

Quizá no haya fiesta alguna menos privada, menos doméstica que la Navidad. Por eso, qui­zá no haya fiesta más superflua, más desvirtua­da y más marchita. En ella (eso se dice) nace Dios. Nace un niño normal, trémulo y frágil, al ai­re afilado de la noche de invierno, entre anima­les, de unos padres que nadie quiso admitir bajo techado. Y entonan los ángeles himnos que ha­blan de la paz y de los hombres buenos. Y los pastores se alborozan sin saber bien por qué y se transmiten su repentino calor unos a otros. Y llegan Reyes de remotas tierras, guiados por un astro que surca el ancho cielo aún más remo­to… Todo sucede a la intemperie, entre el frío común, el desvalimiento compartido y la alegría contagiosa. Nadie sino los posaderos mercachi­fles cierra puertas aquí. El deseo más antiguo de la Humanidad -ser como dioses-, el deseo por el que fue expulsada del Edén para siempre, se realiza ahora. La Humanidad entera está exul­tante; los huesos de los muertos se estremecen; se consiguió por fin: Dios es ya hombre, se hizo carne mortal. El orden de los factores no afecta el resultado: el descenso de Dios equivale a la ascensión del hombre. Va a habitar con noso­tros: sobre los muertos de todos, alentando la esperanza de todos, nacido de una virgen.

No; no se trata de una fiesta privada. No se reduce a esta y a esta y a esta familia. Porque no hay más que una muy grande: la que introdu­jo su cuña en el tronco bienoliente de la divini­dad. Todas la misma, todos el mismo hombre… Qué asco y cuánta pena: el hombre, para cre­cer, imagina el misterio, lo recibe con una palpi­tante luz entre sus manos, como una iridiscen­cia; pero luego, para sentirse cómodo, lo con­vierte en juguete: un espejuelo que reverbera con el sol y lanza a voluntad rayitos dirigibles. Sin embargo, la Navidad no fue pensada para empequeñecerse. Fue pensada para que cayé­ramos en la cuenta -para que tú y yo cayéra­mos- de que somos el mismo ser, y a cada uno, a cada niño como el niño aquel, se le dio la vida para que la viviera en el más puro goce y en el más grande amor.

Qué ha de ser la Navidad una privada conme­moración. ¿Qué hipocresía es esta, qué cobar­día que nos encapulla ante la hostilidad de lo que nos rodea? A la calle, a las plazas, a secar de sangre los campos de batalla empapados, a secar de lágrimas los rostros de las madres sin leche, de los niños sin padres, de los viejos ex­traviados. Fuera de cada casa. A abolir las pare­des, los cerrojos, las cortinas. Que entre el que quiera a la posada. Que las treguas falsas como esta Navidad de misa y olla, no concluyan ja­más. Con una Navidad bien celebrada sería sufi­ciente. Pero no: tenemos miedo e inspiramos miedo. Nos conformamos con una vaga limosna arrojada desde arriba; amenguamos el beso a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestra refi­tolera y mínima familia; escuchamos por televi­sión las voces de los coros arcangélicos; nos adormecen la calefacción y el alcohol y la ce­na… Todo es mentira aquí. Si Dios nació (y eso al menos se afirma), nació en vano. Marró el gol­pe. Se excedieron los ángeles. Se quedaron sin causa la madres y la esperanza.

Esto no es Navidad: nadie cree en ella. Es una fiestecita íntima en la que se miran los cobardes a los ojos, en la que se humedecen de emoción los ojos de los egoístas, en la que se guiña a Dios con la conciencia tranquilizada, y se le da las gracias porque no nos hizo pobres como a los pobres, ni violentos como a los violentos, ni justicieros como a los que se arriesgan buscan­do ¡ajusticia… Está bien, está bien; pero no diga­mos entonces que creemos en el recién nacido.

«El País», 24.12.95

 

PARA HACER

 

  1. La Navidad, según este autor, compromete a creyentes y no creyentes. ¿A qué?
  2. Resumir concluyendo la frase: «Esto no es Navidad… Es Navidad…»

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