El último discurso

1 enero 1999

Lo siento mucho, pero no pretendo ser un empe­rador. No es ese mi oficio. No pretendo gobernar ni conquistar a nadie. Me gustaría. ayudar -si es posible- a judíos, la gente… negros… blancos.

Todos deseamos ayudarnos los unos a los otros. Los seres humanos somos así. Deseamos vivir para la felicidad del prójimo, no para su infortunio. ¿Por qué habríamos de odiarnos y despreciarnos? En este mundo hay espacio para todos. La tierra, que es generosa y rica, puede proveer a todas nuestras necesidades.

El camino de la vida puede ser el de la libertad y de la belleza, sin embargo nos extraviamos. La codicia envenenó el alma de los hombres… levantó en el mundo las murallas del odio… y nos ha hecho avanzar a paso de ganso hacia la miseria y la muerte. Creamos la época de la velocidad, pero nos sentimos enclaustrados dentro de ella. La máquina, que produjo la abundancia, nos ha deja­do en la penuria. Nuestros conocimientos nos hicieron escépticos; nuestra inteligencia, empeder­nidos y crueles. Pensamos demasiado y sentimos bien poco. Más que de máquinas, precisamos de humanidad. Más que de inteligencia, precisamos de afecto y ternura. Sin esas virtudes, la vida será de violencia y todo estará perdido.

La aviación y la radio nos aproximaron mucho más. La propia naturaleza de esas cosas es una apelación elocuente a la bondad del hombre… una apelación a la fraternidad universal… a la unión de todos nosotros. En este mismo instante mi voz llega a millones de personas por el mundo… millo­nes de desesperados, hombres, mujeres, niños… víctimas de un sistema que tortura seres humanos y encarcela inocentes. A los que me pueden escu­char digo: «¡No desesperen!» La desgracia que ha caído sobre nosotros no es más que el producto de la codicia en agonía… de la amargura de hombres que temen el avance del progreso humano. Los hombres que odian desaparecerán, los dictadores sucumben y el poder que del pueblo arrebataron

ha de retornar al pueblo. Y así, mientras mueran hombres, la lucha por la libertad nunca perecerá. ¡Soldados! ¡No se entreguen a esas brutalida­des… que los desprecian… que los esclavizan… que reglamentan vuestras vidas… que dictan vuestros actos, vuestras ideas y vuestros sentimientos! ¡Que los hacen marchar en el mismo paso, que los some­ten a una alimentación reglada, que los tratan como a un ganado humano y que los utilizan como carne para cañón! ¡No sois máquinas! ¡Hombres es lo que sois! ¡Y con el amor de la humanidad en vuestras almas! ¡No odiéis! ¡Sólo odian los que no se hacen amar… los que no se hacen amar y los inhumanos!

¡Soldados! ¡No batalléis por la esclavitud! ¡Luchad por la libertad! En el décimo séptimo capí­tulo de San Lucas se dice que el Reino de Dios está dentro del hombre, no de un solo hombre o de un grupo de hombres, sino de todos los hombres. ¡Está en ustedes! ¡Ustedes, el pueblo, tienen el poder, el poder de crear máquinas! ¡El poder de crear felicidad! Vosotros, el pueblo, teneis el poder de tomar esta vida libre y bella… de hacerla una aventura maravillosa. ¡Por lo tanto -en nombre de la democracia- usemos ese poder! ¡Unámonos todos nosotros! Luchemos por un mundo nuevo… un mundo justo que a todos asegure la oportuni­dad de trabajo, que dé futuro a los jóvenes y pro­tección a los viejos.

Es por la promesa de tales cosas que desalmados han subido al poder. Pero, ¡sólo engañan! ¡No cum­plen lo que prometen! ¡Jamás lo cumplirán! Los dictadores se liberan, sin embargo esclavizan al pueblo. ¡Luchemos ahora para liberar al mundo, abatir las fronteras nacionales, dar fin al lucro, al odio y la prepotencia! ¡Luchemos por un mundo de razón, un mundo en que la ciencia y el progre­so conduzcan a la aventura de todos nosotros! ¡Soldados, en nombre de la democracia, unámo­nos!

CHARLES CHAPLIIV «El gran Dictador»

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