Hijos del éxito

1 marzo 2002

HUBO UN TIEMPO en el que el puño levanta­do significaba inconformismo de izquierdas. Aho­ra es el símbolo de unos chicos que intentan abrir­se paso en el mundo de la industria musical y cu­yo puño no sujeta ningún megáfono reivindicati­vo, sino uno que les permite llegar a la cima del éxito. La generación de Operación Triunfo no ha vi­vido el franquismo ni ha sufrido la época en la que interesarse por la tele suponía ser hereje.

  • Revolución audiovisual

Si alguna vez la pequeña pantalla fue el opio del pueblo, ellos han nacido en un mundo yonqui. «To­dos nos sentiríamos mejor si la televisión empe­orara en lugar de mejorar», escribió Neil Postran en 1985. Desde entonces, el medio no ha hecho más que mejorar manteniendo intacto el gran mis­terio de este invento: no saber nunca si un deter­minado formato va a triunfar o no. Pero si se com­binan diversos elementos con profesionalidad y criterio, por lo menos se habrá hecho un producto decente.

Éste parece ser el caso de OT, que, además de re­cuperar la música en directo para la televisión de masas, busca una complicidad que conecta no con la copla, sino con los referentes publicitados por programas de radio como Los 40 Principales o La Jungla, y aplica la lógica de los grandes entrena­dores: si juegas bien, ganas. Resultado: el concurso ha provocado una revolución audiovisual.

  • Las claves

Ningún programa alcanza semejantes resulta­dos sin ser algo más que un concurso. ¿Las claves? Buena factura y promoción, contenidos que com­binan el interés de un making off (cómo se hace un famoso) y melodías pegadizas, enfoque positivo y una idea defendida por profesionales que transmi­ten credibilidad. A eso hay que añadir que, tras unos años en los que el péndulo del gusto insistía en formatos de pruebas físicas, la propuesta de OT estimula al espectador con un discurso constructi­vo. En parte, pues, no se trata tanto de aplaudir lo positivo como lo diferente.

  • Otras claves

OT también resuelve viejas contradicciones del teleadicto.

  • En primer lugar, es un programa para todos los públicos, pero cuyos protagonistas son los jó­venes. Contiene, pues, elementos de cohesión so­cial. La prueba: muchos amigos se reúnen para ver la gala juntos, un hecho que sólo se produce con partidos de fútbol o la entrega de los oscars.
  • En segundo lugar, arrastra a los que todavía son reacios a ver la tele a engancharse a un pro­grama del que no tendrán que avergonzarse en pú­blico, como ocurre con los embusteros que niegan ver Crónicas marcianas.

Ser adicto a OT está bien visto y te proporciona un tema de conversación intergeneracional que multiplica su onda expansiva. ¿Los valores? Puede que OT sea un canto al esfuerzo y a la ilusión, pe­ro lo bueno es que puedes utilizar estos valores co­mo coartada para justificar tu adicción sin profun­dizar en si se trata de un canto a la competitividad y al privilegio mientras que los más escépticos pueden limitarse a disfrutar del show y conside­rarlos parte de la estrategia de una industria que machacará a los chicos cuando salgan de la acade­mia que les ha pulido esos defectos que tanto nos sedujeron al principio.

  • Virtudes

Al margen de este entorno, el programa funcio­na gracias a virtudes clásicas: la calidad, la compe­titividad y el espectáculo. Del mismo modo que un partido de fútbol disputado, jugado con fair-play,en el que se marcan muchos goles y retransmitido con gran despliegue de realización dejará una hue­lla imborrable en la afición, un programa con can­ciones bonitas interpretadas por jóvenes que lu­chan sin hacerse putadas siempre gustará (todavía) más que el encierro de unos ociosos candidatos a tener antecedentes penales.

Y, sin embargo, OT es hija de GH. Pero, como ocurre en las mejores familias, el hermano peque­ño, más tímido y menos vociferante, ha podido aprender de los errores de su hermano mayor, rec­tificar y deslumbrar con una actitud en la que, pe­se a la abusiva mercadotecnica adosada, siguen prevaleciendo las virtudes sobre los defectos.

Al final, cuando los chicos se enfrenten al apro­vechamiento integral de la gallina de los huevos de oro, empezará otra fase bastante menos bucólica. Y allí estará la televisión para alimentarse el triunfo pero, si se produce, también del fracaso. Porque en la tele vale todo: incluso devorar a tus propios hijos.

SERGI PAMIÈs,

«El Dominical-El Pais», 10.2.02

 

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