Hoy empieza todo

1 marzo 2001

            Hoy empieza todo es una obra tan compleja, tan rica en matices y en propuestas para la reflexión, tan real y a la vez tan lírica, que sólo se me ocurre abordar su inabarcable valía temática a través de unas notas sueltas, de algunos apuntes dispersos que ayuden a profundizar en su comprensión:

¡ Narrar la vida

Recordemos que esta película francesa nos narra, en tono documental, la labor de un director de una pequeña escuela infantil en una región deprimida de Francia. Su trabajo con los niños, su relación con su equipo de profesores, con las familias de sus alumnos, con los servicios sociales y la administración política o educativa, su propia vida privada, su visión del mundo, patente en los poemas que escribe: todos estos elementos entrecruzan sus múltiples hilos en el relato, con una fluidez y un equilibrio pasmoso que acaba por componer, en medio de la aparerente dispersión de situaciones, una trama transparente: esa trama limpia que es, en el fondo, el mejor reflejo del discurrir de la mismísima vida (tan complicada y tan simple al mismo tiempo). Podríamos afirmar que Hoy empieza todo trata de «la vida y nada más», como reza el título de otra de las películas de Tavernier.

 

¡ La vida de los que no tienen voz

Estamos ante otro largometraje que habla por aquellos que no tienen voz (sólo voto) en nuestra sociedad avanzada y ególatra: los que han sido dejados al margen, las excrecencias del sistema, la escoria (motivo central de la película), los números rojos en las estadísticas, las «cosillas» de los políticos. Como Rosseta, La promesa, Secretos y mentiras, Mi nombre es Joe, Marius y Jeannette, La vendedora de rosas, Lamerica, La espalda del mundo, Barrio, La mirada de Ulises, Nubes pasajeras, La virgen de los sicarios, La estrategia del caracol, Un lugar en el mundo…  El director de cine lucha por los que están de antemano vencidos; pelea, como su alter ego, Daniel, ante todo por ese bien, la dignidad, que nunca podrán arrebatarle a un ser humano de las manos porque lo lleva escondido en un cofre secreto: su propia condición.

Dos directores de colegio conversan en un cuarto de baño. Uno es partidario de centrar su trabajo en aquellos alumnos de los que se puede «sacar algo provechoso». El otro, Daniel, aboga por todos los demás. En nuestra sociedad, como en nuestros colegios, da la impresión de que sólo interesan «los del medio». ¿Qué pasa con los que viven en el límite oscuro? ¿Quién se preocupa de ellos? No podemos olvidarnos de los que están en situaciones extremas, de los que resisten al borde del abismo porque, en el caso contrario, «la basura nos explotará en la cara».

 

¡ ¿Qué podemos hacer?

El desaliento, el fracaso, la aparente intrascendencia de su tarea anónima no consiguen aplacar a Daniel: «¿qué hacer?», «¿qué podemos hacer?» ante el mundo, ante lo otro, en especial ante la miseria y la pobreza es la pregunta que más se repiten los personajes a lo largo de la narración. La respuesta no ofrece lugar a la duda en su defensa de una toma de postura ética. ¿Qué hacer?: levantarse (hay unos padres en paro que no mandan a su hijo a la escuela porque, desesperados, no encuentran sentido al hecho de ponerse en pie cada día), no rendirse, hablar (la importancia de la palabra es fundamental en esta historia: hay niños que no hablan, los padres buscan a quien los escuche, Daniel reflexiona en sus poemas sobre la importancia de la palabra…), escuchar, llenar de color lo que es gris (como en la maravillosa escena final, en la que el patio y las aulas se transforman en un desierto multicolor, en un oasis en medio de la travesía por la aridez del mundo).

«Con nada se puede hacer algo» dice la novia de Daniel mientras montan la fiesta final. Y, probablemente, está todo dicho con esa expresión de confianza absoluta en el poder de la creatividad humana, en nuestra fuerza para superar, con imaginación y fe, las limitaciones de cualquier tipo.

 

¡ El gesto, el  empeño, la disposición…

A pesar de todo, hay ocasiones en que nuestras espaldas no son lo suficientemente anchas como para soportar el peso del mundo: «no somos dioses», «por mucho que quieras, a ciertas personas es imposible ayudarlas». El entramado político, social y educativo, la ley, los reglamentos, las estadísticas a veces nos vencen, arrollan nuestro espíritu de mejora. Individuo y sociedad colisionan. En la brega por mejorar al mundo, los que apuestan por el cambio (en la película, el director, el alcalde, la puericultora…) no pueden, no dan abasto, están desbordados. A la realidad a menudo la doblega la burocracia, la inmensidad inabarcable de lo por hacer, la resistencia del otro a su propio progreso, la muerte. El gesto, el empeño, la disposición, sin embargo, del que pugna por transformar las condiciones de la existencia nunca serán baldíos. Además, es la única actitud válida en nuestro mundo, que exige una continua implicación, un compromiso tan práctico como soberanamente utópico.

Genial, a este respecto, el símbolo final, elaborado a lo largo de toda la película: las grandes montañas, levantadas con la escoria de las minas, forman el paisaje de la ciudad minera donde transcurre la acción (Hernaing, en una zona de Francia conocida precisamente por ser aquella en la que transcurre Germinal de Zola). Esos escoriales son el mejor trasunto de la voluntad humana, de la energía con que la persona se empeña en sobrevivir o en colaborar en la supervivencia de los otros, de la paciencia con que el hombre resiste a pesar de lo terrible de los obstáculos, hasta ser capaz de construir un monte de piedras a fuerza de brazos: necesitamos «coraje para levantar montones de piedras donde estar erguidos, para hacer montañas y creer que tocamos las estrellas y jugar en ellas con el trineo». En eso consiste, en última instancia, nuestra misión en el mundo.

 

¡ Nadie tiene derecho a hacer daño a un niño

La primera palabra que se pronuncia en Hoy empieza todo, tras un prólogo de corte lírico, es niños. Las últimas imágenes son los rostros sonrientes de niños y niñas que miran a la cámara y pronuncian el nombre de Daniel. Ellos son el eje del relato, en ellos «empieza todo». Salvemos la infancia, la mirada y la sonrisa de los niños (como en La vida es bella), tratemos de librarlos de ese dolor que siempre asalta al ser humano antes de tiempo.

«Nadie tiene derecho a hacerte daño» dice Daniel a un niño maltratado. En uno de sus poemas, se pregunta el director: «¿Qué nos mantiene aquí?», en el mundo. Su respuesta resulta incontestable: «el amor, la infancia».

Ante la contemplación de la belleza de la naturaleza, de lo que nos trasciende (de allí saca Daniel en buena parte la fuerza suficiente para continuar su camino: «La tierra nos hace más fuertes, más humildes»), el protagonista expresa su confianza en un mundo mejor en un poema. Uno de sus versos resume con una tersura y una profundidad emocionantes la función pedagógica del maestro respecto al alumno, del padre respecto al hijo, como nunca antes se había oído en una pantalla y, probablemente, como nunca antes se había escrito: «Los hombres muestran a los niños el camino de los manzanos».

¡ Ciudadanos anónimos y… ¡maestros!

Llama la atención el contraste entre el mundo infantil, sus canciones y sus juegos en el patio o en las aulas (un mundo aún por estrenar, maravilloso, feliz, transparente) y las circunstancias terribles en que los niños de la película se ven obligados a vivir. La maestra de la pequeña que muere asfixiada manifiesta su perplejidad ante este obsceno contraste y subraya nuestra responsabilidad adulta a la hora de salvarles de este barranco brutal: «son tan frágiles: hay que enseñarles todo».

El momento en el que esta mujer expresa ante el director el cambio social que ha observado en los últimos años en el ejercicio de su tarea docente podría estar firmado por la mayoría de los que, hoy en día, practican el magisterio: el nulo respeto que la figura del maestro impone en la actualidad a padres y alumnos, el abandono de la responsabilidad educativa en las manos exclusivamente de la instancia escolar, la ausencia de expectativas de futuro en los niños, ya desde pequeños, la necesidad de afecto de muchos de los educandos… Su conclusión merece la pena reproducirse: «¿Esperanzas? No puedo darles ninguna. Sólo afecto».

Teniendo en cuenta el desprestigio social en el que la figura del enseñante se haya sumida desde hace años, Hoy empieza todo reconforta por apostar por esos ciudadanos anónimos y ejemplares, los maestros, esos profesionales que no se limitan a concebir su tarea como un oficio y que entienden la educación como una de las formas más efectivas, la única posible, de cambio, de humanización, de auténtico progreso.

 

Jesús Villegas

 

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