La existencia del mal

1 marzo 2010

Hace poco ha fallecido Miep Gies, nacida en Viena hace 100 años. Emigró a Holanda, tras la Guerra Europea, en busca de mejores horizontes. Trabajó, al principio como empleada temporal, en una fábrica de mermeladas de la que llegó a ser encargada general. En 1942, la vida se había hecho imposible para los judíos holandeses. Un día, el dueño de la fábrica –Otto Frank– acondicionó una especie de trastero –«el cuarto de atrás»– y le dijo a su encargada que se iba a encerrar allí con su mujer, sus dos hijas –Margot y Ana– y otras cuatro personas, a la espera del fin de la guerra. Durante dos años, Miep Gies suministró víveres y noticias a los encerrados, con lealtad y sigilo. Pero todo terminó el 4 de agosto de 1944: tras una delación no esclarecida, los nazis allanaron el escondite y detuvieron a todos sus ocupantes. Cuando se marcharon los policías, al entrar en el cuarto de Ana, Miep Gies vio, en medio del desorden, que el suelo estaba lleno de hojas manuscritas con la buena letra de la niña. También recogió su diario, de tapas a cuadros rojos. La primera entrada del diario corresponde al domingo 14 de junio de 1942 y narra las vivencias de su autora dos días antes, fecha en que cumplió 13 años: «(…) A las siete fui a dar los buenos días a papá y mamá, y por fin, en el salón, pude desempaquetar mis regalos. La primera sorpresa fuiste tú, probablemente uno de mis regalos más hermosos. Sobre la mesa había, además, un ramo de rosas, una pequeña planta y dos ramas de peonías. (…) Por hoy, nada más. ¡Te saludo, Diario, te encuentro maravilloso!». Miep Gies no entregó los escritos al padre de Ana cuando regresó solo de su cautiverio. Su mujer y sus hijas no volvieron.

Tengo delante la edición española del diario –La habitación de atrás–, que leí hace muchos años y que cuenta con una introducción del francés Daniel-Rops, en la que insiste en destacar –al igual que Charles Moeller– la presencia de Dios en las páginas del Diario. Es cierto que Ana Frank escribe que «para el que tiene miedo, se siente solo o desgraciado, el mejor remedio consiste en salir a campo abierto y encontrar un lugar solitario donde estará en comunión con el cielo, con la naturaleza y con Dios. Solamente entonces se experimenta la sensación de que las cosas están bien como están y que Dios quiere ver a los hombres felices en la naturaleza sencilla y hermosa…»; y también lo es que, poco tiempo antes del drama que puso fin al Diario, escribió que «Dios no me ha abandonado y no me abandonará jamás». No entro en ello, pero lo que a mí me impresionó del Diario fue la denuncia de la existencia del mal: de la difusión del mal, de que el mal es gratuito y de que el mal es aleatorio.

La difusión del mal está clara: «Jamás creeré –escribe Ana Frank– que solo los hombres poderosos, los gobernantes y los capitalistas sean responsables de la guerra. No; el hombre de la calle está tan contento de hacerla como ellos; de lo contrario, ¡hace ya mucho que los pueblos se habrían rebelado! Los hombres han nacido con el instinto de destruir, de matar, de asesinar y de devorar». Es una percepción clarividente que concuerda con la denuncia que hace Hannah Arendt de la banalidad del mal. El mal que existe y está entre nosotros es el resultado de la acción de unos hombres y mujeres iguales a cualesquiera otros, a los que solo aventajan en crueldad, egoísmo, cobardía y miseria moral. De ahí que haya responsabilidades morales colectivas, sin que estas puedan limitarse a los dirigentes.

El mal es gratuito, ya que se causa las más de las veces con el único objeto de dañar al otro, sin ningún fin claro. Este es el mal que describe el Diario cuando dice: «El terror reina en la ciudad. Noche y día, deportación incesante de estas pobres gentes, provistas únicamente de un saco y un poco de dinero. Estos últimos bienes les son quitados en ruta, según dicen. Se separa a las familias, agrupando a los hombres, a las mujeres y a los niños. Los niños, al volver de la escuela, ya no encuentran a sus padres. Algunas mujeres, al volver del mercado, hallan sus puertas cerradas y sus familias desaparecidas».

Y el mal es aleatorio porque, de no ser así, ¿cómo explicar el sufrimiento de los niños que Ana Frank refleja vívidamente?

El mal existe y no hay más exorcismo para él que la palabra libre. La palabra libre con la que Ana Frank dejó testimonio de su pasión.

Juan José López Burniol

El Periódico (22/1/2010)

 

 

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