La religión y la edad del espíritu

1 abril 2006

Existe por todas partes una orientación creciente hacia la personalización singular de ideas, tendencias, formas, de manera que todo, desde la religión, los gustos, las costumbres, las convicciones políticas, y hasta las formas de tratamiento del dolor, o los protocolos de curación de las enfermedades tiendan a adaptarse a las modalidades específicas de cada sujeto. Eso es quizás el mejor síntoma, vagamente generalizable, del espíritu del tiempo.

En términos religiosos eso significa un ethos guiado por un criterio de selección de aquellos aspectos de la experiencia religiosa que mejor corresponden a cada persona. Se trata de hacer uso del inmenso arsenal de formas que las religiones ofrecen. Estas componen un inventario que permite proporcionar las mejores sugerencias a quienes quieren cultivar su experiencia religiosa por cauces aventureros, y de manera original. Pero se evita de este modo la rémora de un compromiso confesional que tenga carácter excluyente, o que sea incapaz de integrar aspectos de otras religiones igualmente fértiles en ideas susceptibles de utilización.

De cada religión se puede incorporar el aspecto que mejor sirva para desarrollar la experiencia propia, personal, relativa al vínculo del hombre con lo sagrado. No hay religiones mejores ni peores: todas han posibilitado formas de vida excelsas, modalidades de mística y de espiritualidad específicas, peculiares; y todas pueden virar hacia formas aberrantes: las diferentes familias del Islam, el Hinduismo, los múltiples Cristianismos, el Judaísmo, el Budismo, el Jainismo, el Zoroastrismo, el Animismo.

Se puede caricaturizar esa actitud emergente y hablar de «religión a la carta». O bien siempre se tiene a mano el epíteto con el cual combatir esta tendencia: acusarla de «sincretismo», implicando con ello la falta de inventiva que sugiere. Como si algo tan serio como la salud espiritual estuviese expuesta al capricho de la fantasía individual.

¿Para qué sirven entonces las grandes instituciones religiosas? ¿Sería necesario supeditar éstas a la personal conveniencia, con la arbitrariedad que esta actitud puede arrastrar? ¿Se estará revalidando en el delicado terreno de la salvación personal un filosofema tan peligroso como afamado, aquél que enunció Protágoras relativo al sujeto individual asumido como medida de todas las cosas, «de las que son y de las que no son»?

El fantasma del relativismo (…) se cruza con la reciente observación crítica sobre las «religiones a la carta». Se puede adivinar el inmenso avance que significa librarse del sometimiento a la disciplina jerarquizada (…), de manera que cada fiel acuda a su personal criterio para descubrir, si quiere, el cauce a través del cual puede orientar su experiencia religiosa. El riesgo de fantasía y capricho, o de relativismo multicultural, es mínimo en comparación con el inmenso logro que significa que la persona prevalezca sobre las instituciones, o que la experiencia singular, en asuntos tan relevantes como los que atañen a la relación del hombre con la trascendencia, se planteen según orientaciones libres, responsables, personalizadas, plenamente singulares. (…)

En el terreno de los negocios del espíritu la mejor regla es su ausencia, o la línea de acción más segura es la que garantiza mayor cuota de libertad responsable. (…)

Las religiones crean grandes cauces de salud espiritual, formas genéricas que deben ser adaptadas al personal carácter y estilo de cada sujeto. Esa personalización mayor, en la que el conocimiento de sí mismo se refuerza con el reconocimiento de las formas religiosas objetivas, corresponden a modos personales de orientarse hacia lo sagrado. Todo lo cual dibujaría el perfil de una era religiosa que podría denominarse «edad del espíritu».

Quienes buscamos una alternativa a la confesionalidad que no pase por el agnosticismo o el ateísmo, con todos los respetos que pueden despertar estas actitudes, tendrían en esta postulada religión del espíritu su orientación: una religión que asume que todas las grandes religiones son verdaderas religiones sin que ninguna de ellas pueda proclamarse la religión verdadera.

Sé que este principio no puede ser aceptado por las comunidades confesionales, pues les va su propia supervivencia. Pero eso no significa que no apunte a un modo más maduro, libre y responsable de entender y encauzar la experiencia religiosa. A la larga, esta moderna herejía terminará por imponerse también en el seno de esas comunidades; o al menos entre sus más lúcidos participantes.

Eugenio Trías

EL MUNDO, 15/09/2005

 Para hacer

¿Cuáles son las ideas fundamentales de este artículo? ¿Con cuáles estamos de acuerdo y con cuales no? ¿Por qué?

¿Tenemos nosotros una religión a la carta?

Comparar lo que aquí se dice con la imagen de la página 15, que ilustraba este artículo, aquí muy resumido.

 

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