LA VIDA ES BELLA

1 mayo 1999

Por si alguien todavía no conoce la idea central sobre la que se erige esta obra, recordaré queLa vida es bella nos presenta la historia de un hombre empeñado en impedir, durante el holocausto judío, que su hijo conozca demasiado temprano el sinsentido de la violencia, la intolerancia y el horror. Con este fin, en el momento en el que ambos son conducidos a un campo de concentración, el padre asume la responsabilidad de liberar al pequeño, como sea, de la contemplación frontal de la atrocidad a la que van a ser sometidos.

En su afán por conservar pura e inocente la infancia de su hijo Giosué, Guido (el personaje que encarna Roberto Begnini) no duda en transformar imaginariamente los límites de su reclusión en un espacio lúdico y las imposiciones aberrantes de su encerramiento en las reglas de un juego sorprendente. Gracias a esta sagaz estratagema, los carceleros, las apariciones y desapariciones de personas o las persecuciones no serán para Giosué otra cosa que excitantes y divertidos retos, cuya superación supondrá, al final del juego, la consecución de un premio rutilante.

En La vida es bella, R. Begnini, consciente del régimen de brutalidad y absurdo al que la vida fue sometida por la represión nazi, convencido asimismo de que esa crueldad injustificada resquebrajaba cualquier idea halagüeña sobre la especie humana, va a apostar sin embargo por rescatar de la debacle la esperanza en el ser de las personas y en la grandeza del existir. Y esa herencia humanista la depositará en un cofre sagrado: los ojos inmaculados de un niño. Toda la noble hazaña de este héroe de la resistencia moral consistirá, en definitiva, en defender a toda costa unas ideas mediante el valiente (y cinematográfico) procedimiento de salvar una mirada, una forma de observar el mundo (y, por consecuencia, de estar en él), la de aquellos que todavía no han perdido en sus pupilas el don de la sorpresa, la confianza en la magia, la certidumbre del juego.

De todo lo dicho se deriva que buena parte del atractivo de esta obra resida, precisamente, en la capacidad de Guido para retocar la realidad y embellecer su imagen (nunca mejor dicho), con el fin de extenderla, como una alfombra nueva y roja, ante los ojos de aquellos a los que ama: los de Dora durante la primera parte (transmutada en una princesa cuyos sueños se cumplen al instante) y los de Giosué después. En el fondo, Guido es un gran prestidigitador capaz de domesticar con sus trucos el lado soez de las cosas hasta llevarlas al mágico territorio de las fabulaciones. Sin embargo, no es un embaucador: el verdadero mérito de sus proezas reside en el hecho de que todo aquello que se saca de la chistera (la historia que inventa para Dora y el gran juego creado para Giosué), debajo de su apariencia ficticia, acaba siendo auténtico y valioso, sólido y necesario.

 

El director y actor italiano, junto a esa defensa a ultranza de una mirada y de una imaginación liberadora, se atreve a lanzar una apuesta aún más arriesgada: denunciar la tendencia al despropósito que frecuentemente mueve al género humano, sin dejar por ello de confiar en la esencial valía de su lugar y su misión en el mundo. Para lograr este difícil equilibrio (que lo dulce y lo amargo de nuestra condición interpele unánimemente la conciencia del espectador y permanezca en su paladar sin perder ninguno de sus dos sabores). La vida es bella opta por enfocar la tragedia del holocausto revelando el lado risible de lo terrible: la suprema imbecilidad sobre la que se fundamenta cualquier argumento segregacionista y el rotundo extravío del que transita por las sendas de la violencia. En la asunción de este reto, Begnini se apoya en la construcción de un personaje (Guido) con el que recupera el registro más noble de la figura del payaso, ese fondo de provocación y rebeldía lúcida que caracterizaba a los grandes cómicos del mudo. Con sus galas, con su invisible nariz roja, sus zapatones de patear culos gordos e importantes y su imaginación, consigue desmontar de su cabalgadura a alguno de los más feos jinetes del apocalipsis, se sube a las barbas más oscuras de la historia y propina un solemne tartazo a cualquier megalomanía que ignore la dignidad humana.

Nota bene. Durante el Sábado Santo, me vino a la cabeza varias veces esta película: hacía tiempo que en nuestras pantallas no se veía un testimonio tan emocionante de resurrección, un ejemplo tan palmario de cómo la vida puede vencer, si se lo propone, a la muerte, a todas las muertes. Recomiendo encarecidamente una dosis de este Pascual Begnini.

JESÚS VILLEGAS

 

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