LAS BIENAVENTURANZAS QUE JESÚS APRENDIÓ DE SU MADRE

1 mayo 2011

Ciertamente las bienaventuranzas que Jesús pronunció en el monte no le vinieron del cielo ni, mucho menos, fueron “un chivatazo del Jefe.” Antes, mucho antes de comunicar, en unos segundos, la lección magistral sobre la felicidad, Jesús las había experimentado y vivido, durante treinta largos años, en la pequeña Nazaret, teniendo como maestra a su Madre: la Virgen María.

Por eso cuando subió al monte, el Señor se sacó, “no de la manga” sino del corazón, del mismo corazón de su Madre, los secretos de la auténtica felicidad. Si te interesa, si quieres…, ¡toma nota!

 

Felices los pobres de espíritu y de bolsillo, los que teniendo la nevera desierta,

el ropero vacío y la cartera en números rojos, son capaces, como María,

de dar un sí gratuito, auténtico, incondicional a los planes de Dios.

 

Felices los que están tristes, los que teniendo que soportar un día sí y otro también

las puertas cerradas de un mundo que ha prescindido de ellos,

son capaces, como María, de hacer presente

con sus palabras y con su vida la sonrisa de Dios.

 

Felices los humildes, los que, desde el anonimato y los últimos puestos,

son capaces, como María, de contar con sus labios y con su corazón

las proezas de un Dios que sigue mirando amorosamente la humildad de sus siervos.

 

Felices los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios,

los que, no conformándose con asistir al banquete de la vida

como meros comensales, son capaces, como María,

de levantarse de la mesa y adelantarse a las necesidades de sus hermanos.

 

Felices los misericordiosos, los que tienen un corazón limpio,

los que, a pesar del daño al que son sometidos por un mudo cruel y egoísta,

son capaces, como María, de guardar en sus corazones

únicamente, exclusivamente las bondades de sus hermanos.

 

Felices los que construyen la paz, los que no “echando balones fuera,”

culpando siempre a los otros de los males de este mundo,

son capaces, como María, de involucrarse, de ponerse en camino,

construyendo con sus propias vidas un reino de paz,

de amor, de justicia, de fraternidad.

 

Felices los perseguidos por hacer la voluntad de Dios,

los que, a pesar de estar con las puertas cerradas por miedo a una sociedad

que no les quiere, son capaces, como María, de tener abiertos sus corazones,

haciendo de sus vidas un refugio cercano, cálido, reconfortante

para todas las personas que pasan por sus vidas.

 

Felices seréis cuando os injurien y os persigan y digan contra vosotros

toda clase de calumnias, pues ahí, en la cruz,

os entregaré a la persona más especial de este mundo: a mi Madre.

Alegraos y regocijaos, pues pasaréis a ser sus hijos predilectos.

J. M. de Palazuelo

 

 

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