Muestra Señora la serenidad

1 mayo 1997

Cuando el mes de mayo se acerca, im­pregnado del aroma de la primavera, vuelven los recuerdos de la infancia, los recuerdos del colegio. Nada menos que el mes de ma­yo. Nada menos que el mes de la Virgen.

Como en ningún otro mes aumentaba el número de «prácticas»: no hablar en los pasi­llos, no hacer ruido con los pupitres. Las prácticas permitían ganar puntos para de­mostrar el cariño de la Virgen, amén de vestir un fajín azul para ir a la capilla, un escudito con estrellas, y, quién sabe, incluso coronar a la Virgen si al fin se conseguían el mayor nú­mero de puntos de todo el pensionado.

En estos tiempos de cambios rápidos y espectaculares, cuando las ideologías de to­da la vida parecen esfumarse sin dejar ape­nas rastro; cuando losutópicos reniegan, no sólo de las utopías por imposibles, sino in­cluso de los ideales por poco rentables; cuando los medios de comunicación nos acaban mareando con el cúmulo de noticias, con el agobio de la propaganda, con el har­tazgo de violencia y sadismo; cuando la apostasía de cualquier cosa que ya no ven­da y el alistamiento insospechado a lo que de momento sí vende es la moneda común; cuando la política o la economía parecen ser

la salvación de la humanidad, vale la pena, y mucho, traer a la memoria a aquella mujer que dijo «sí» sin condiciones, sin componendas, sin guardar cartas en la manga.

«Nuestra señora del Amén» la hemos lla­mado, para que nos ayude a pronunciarlo desde lo hondo del corazón, sin «blindar» el compromiso con esas condiciones que guar­darnos en la trastienda: sí, siempre que…

«Nuestra Señora de la Serenidad» me gus­taría llamarla, porque necesitamos como nunca ese tranquilo y suave alejamiento del trajín diario, ese sencillo guardar las cosas, meditándolas, acariciándolas con ternura en el corazón. Para que ninguna se pierda, que todas son cosa divina y humana. Para que ninguna quede sin leer a esa luz matizada que da el comercio con Dios.

Por eso al llegar el mes de mayo, y a pe­sar de las sonrisas de quienes tengan ganas de sonreír, que siempre los hay, no está de más recontar ese camino, escolar y poético, de los fajines, los escudos y las coronacio­nes, que quería llevamos a la mujer creyen­te, comprometida y serena, Madre de Dios.

Y traducir al lenguaje de nuestro momento aquellas infantiles letanías que salían de¡ fon­do del corazón:

 

– Nuestra Señora de La Serenidad, no dejes que abandonemos los ideales porque, aunque no lo parezca, siempre son rentables.

– No Permitas que el barullo continuo, el trajín cotidiano, nos lleve a optar por lo que, visto con desprecio, no vale la pena.

-Ayúdanos a encontrar puntos firmes desde los que construir, sin apostasías insospechadas ni alistamientos insólitos.

– Aumenta nuestra fe y nuestra esperanza en que este nuestro mundo tiene arreglo, y un buen arreglo.

– Y no permitas que nada ni nadie nos robe la alegría profunda de saber que estamos en tus manos. En tan buenas manos.

 

Adela Cortina

«Vida Nueva», 27.4.96

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