Notas sobre «El señor de los anillos»

1 marzo 2002

Siempre que se ha hablado de la monumental obra de Tolkien de forma sintética han sido dos los aspectos que se han resaltado hasta convertirse en lugares comunes: su condición de máximo exponente de la literatura fantástica y, desde el punto de vista temático, el tratamiento, en tono épico-mítico, del eterno conflicto entre el bien y el mal. Nadie puede discutir la capacidad del autor inglés para crear verbalmente todo un mundo previamente inexistente, con su propia geografía, sus lenguas, sus razas, su historia y sus códigos de valores. Así mismo, es difícil desmentir la preeminencia de la dimensión moral en un texto que, desde el principio, se construye como una larga odisea de las fuerzas del bien contra la oscuridad y la destrucción. Sin embargo, a veces el bosque impide ver los árboles y, si bien es verdad que El señor de los anillos es todo eso, tampoco podemos olvidar que es mucho más.

La principal virtud de La comunidad del anillo, primera de las tres películas con que Peter Jackson pretende adaptar el texto capital de Tolkien, es, precisamente, el no haberse dejado tentar por lo más obvio y atractivo del libro desde una óptica estrictamente comercial, su textura fantástica, sino que, en su lugar, se sumerge en los sugestivos trasfondos que laten tras el envoltorio de lo maravilloso, es decir, en sus significaciones. Quien esperara un espectáculo de efectos y diseño apabullante o una película de aventuras al uso se habrá sorprendido de la sequedad  con que, a pesar de los medios, está resuelto el componente más externo de la función (por ejemplo, las escenas de acción destacan por la falta de alarde y el sintetismo con que están rodadas), mientras se ha potenciado al máximo la otra cara, la que se deriva del carácter ético de lo narrado. Es más, podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que las luchas, los seres fantásticos, las localizaciones, virtuales o reales, o el componente mágico están puestos al servicio del proceso interno de los personajes y nunca al revés. Escenas como la traición y el enfrentamiento entre Gandalf y Saruman, la muerte de Boromir o la larga secuencia en las minas de los enanos, con la desaparición final del mago, actúan como figuraciones de corte expresivo, como representaciones casi simbólicas de profundos estados sicológicos (el horror ante la traición, la culpa y la redención…) y no como meros momentos trepidantes. Jackson ha sabido captar la hondura humana de una aventura mucho más llena de aristas de lo que aparenta, hasta tal punto que, lo que comienza siendo un relato mítico (en la fabulosa secuencia inicial, que resume en pocos minutos la historia de los anillos) que adquiere tonalidades de cuento de hada (las escenas luminosas que suceden en la Comarca de los hobbits), deriva paulatinamente hacia una pesadilla terrorífica, lúgubre y dolorosa, que describe sin ninguna concesión las dualidades del corazón. No se nos olvida la tendencia del director australiano al subrayado (demasiados planos a vista de pájaro, demasiado comentario musical, demasiado movimiento de cámara gratuito…) ni algunas caídas de ritmo, pero estos defectos no consiguen aguar  los logros de una obra apasionante, que no desmerece en absoluto del original.

Para su aprovechamiento desde el punto de vista pedagógico, se me ocurren algunas ideas que, con el fin de no extenderme, expondré a continuación en forma de notas:

  • En El señor de los anillos el bien y el mal no son valores independientes y absolutos: el mal se ocasiona por la perversión del bien, por su destrucción. La frontera que separa uno de otro es tenue y puede ser franqueada por cualquiera. El maniqueísmo de Tolkien, por tanto, resulta mucho menos rotundo si se analiza en profundidad la obra y Jackson ha sabido reforzar esa ambigüedad. Recordemos que los espectros del anillo fueron en origen los reyes humanos que se degradaron por el contacto con el poder; los orcos proceden de los elfos; Saruman, de ser mentor de Gandalf pasa a convertirse en sicario de Sauron. Por otra parte, tanto Frodo, como Bilbo, Gandalf, Boromir, Aragorn o Galadriel (esta última en una secuencia antológica) deben enfrentarse a la tentación del mal que, en el fondo, habita en ellos mismos y es avivada por el anillo. Con brillante intuición, el director opta por el realismo más absoluto para recrear el mundo de las fuerzas de la luz, mientras que elige utilizar el aparato de efectos virtuales o especiales en la formalización de todo lo relacionado con el mal (el Monte del Destino, los monstruos como el trasgo, la fortaleza de Saruman, la invisibilidad que provoca la utilización del anillo). Parece querer decírsenos que el mal, el infierno, el enemigo no se suscitan nada más que dentro de nosotros, como estados de conciencia, de ahí su declarada condición de espectro, de construcciones irreales en la película. Así, los enfrentamientos contra las huestes de Sauron adquieren una dimensión metafísica y la violencia se acaba transformando en exteriorización de los propios tormentos interiores.
  • ¿Qué representa el anillo? Hablar del mal, sin más, reduce el tema en unos términos demasiado simplistas. Jackson filma con gran intensidad y multitud de matices el poder de ese objeto que condensa en su mínima materia la enorme fuerza destructiva de todo aquello que aniquila la conciencia del ser humano: la avaricia (Gollum), el poder (Isildur), el afán de eterna juventud (Bilbo), la envidia (Boromir), el deseo de belleza inextinguible (Galadriel), el miedo a enfrentarse con el deber (Frodo). La inmensa atracción, el odio y el amor que engendra en el corazón de quien se ve sometido a su influjo, los oscuros reinos que promete y la corrupción a la que condena, todo eso y más adquiere en la película una portentosa plasmación visual, un peso que la planificación sabe muy bien apuntar. Sin duda, el anillo como corporeización de la tentación, del pecado y sus múltiples matices, de los abismos del yo se constituye en el hallazgo simbólico más feliz de la saga de la Tierra Media y en la película se ha sabido respetar el protagonismo dramático y temático de este elemento.
  • El señor de los anillos presenta la estructura paradigmática del relato aventurero: un itinerario con obstáculos con el objetivo de cumplir una misión, la presencia del peligro y de la encrucijada, el abandono de lo conocido, la comparecencia de maestros, de ayudantes, de rivales, el aprendizaje resultante de la superación de retos… Todo ello otorga a Frodo la condición de héroe singular, alejado de la estética habitual del heroísmo, que, en su particular  «vía crucis» (a medida que avanza, el mundo, la realidad se vuelve más tortuosa y su ánimo se ve sometido a mayores tormentos), se debate y madura. El perfil mesiánico del personaje  (que ha de asumir solo su calvario, que pide que aparten de él su particular cáliz, que cuenta con sus propios discípulos…) o su significación meramente humana (en su recorrido desde la Comarca al Monte del Destino está recogido el paso de la infancia a la madurez) le otorgan un poder de resonancia y una hondura que el director capta con extraordinaria perspicacia. A este respecto, es curioso que en una historia maravillosa el dolor, el sufrimiento, la tristeza o el sentimiento de pérdida ocupen un lugar central, pero es que, insistimos, detrás de elfos, enanos o hobbits hay, fundamentalmente, almas humanas. Sólo citamos, a título de ejemplo, la escena en la que Gimli descubre el exterminio de los suyos, o la reacción de la comunidad ante la desaparición de Gandalf, o la melancolía y la dualidad del personaje de Bilbo ante la renuncia al anillo.

No tengo espacio para más y es una lástima: sólo apunto la importancia de valores como la lealtad, el sacrificio, la amistad, la tolerancia, la generosidad… en la constitución de esa «Comunidad» que da título a la primera parte de la trilogía  para refrendar con un argumento más el interés pedagógico de una obra de poderosas resonancias humanas y religiosas.

Jesús Villegas

 

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