Señor que lo quisiste: ¿Para qué habré nacido?
¿Quién me necesitaba, quién me había pedido?
¿Qué misión me confiaste? ¿Y por qué me elegiste,
yo, la inútil, la débil, la cansada…? La triste.
Yo, que no sé siquiera qué es malo y qué es bueno,
y, si busco las rosas y me aparto del cieno
es sólo por instinto… Y no hay mérito alguno
en la obediencia fácil a un mérito oportuno…
Y aún más: ¿Pude hacer siempre todo lo que he intentado?
¿Soy yo misma siquiera lo que había soñado…?
¿En qué ocaso del ala he disipado el luto?
¿A quién hice feliz tan siquiera un minuto?
¿Qué frente oscura y torva se iluminó deprisa
tan sólo ante el conjuro de mi pobre sonrisa?
¿Evitar a cualquiera pude el mejor quebranto?
¿De qué sirvió mi risa, de qué sirvió mi llanto?
Y al fin, cuando me vaya fría, pálida, inerte…,
¿qué dejaré a la Vida? ¿Qué llevaré a la Muerte?
Bien sé que todo tiene su objeto y su destino:
que he venido para algo y que para algo vivo.
Que hasta el más vil gusano su destino tiene,
que tu impulso palpita en todo lo que viene…
Y que si lo mandaste fue también por la idea
de llenar un vacío, por pequeño que sea…
Que hay un sentido oculto en la entraña de todo:
en la pluma, en la garra, en la espuma, en el lodo…
Que tu obra es perfecta, ¡oh Todopoderoso,
Dios justiciero, Dios sabio, Dios amoroso…!
El Dios de los mediocres, los malos y los buenos…
En tu obra no hay nada ni de más ni de menos…
Pero… no sé, Dios mío: me parece que a ti
-¡un Dios…!- te hubiera sido fácil pasar sin mí…
Dulce María Loynaz