Tres colores: Rojo

1 mayo 1997

Rojo es el tercer título de la trilogía que Kieslowski dedicó a los tres grandes principios inspiradores de la Revolución Francesa y, por extensión, de las modernas democracia, occidentales: la libertad, la igual­dad y la fraternidad. El director polaco plantea la traducción de estas grandes utopías cívicas genéricas en la vida cotidiana y concreta de una serie de personajes que deben afrontar momentos cruciales de su existencia. El título que hoy comentamos sitúa en el eje de su discurso la fraternidad como principio rector de las relaciones humanas: una joven modelo, que representa la inocencia, la confianza en el prójimo y en la vida, entra en contacto con un juez jubilado, misántropo a causa de una traición amorosa e incapaz de creer en ninguna verdad, quien vive encerrado en su casa con la única compañía humana de su propia amargura. Desde allí, se dedica a espiar las conversaciones telefónicas de sus vecinos. De la relación en­tre estos dos seres brotará un flujo de ternura y comprensión, una fraternidad suficiente para hacer madu­rar a la joven y para dulcificar el carácter huraño del anciano. En paralelo a la historia de estos dos perso­najes, conoceremos la trayectoria de un opositor a juez (álter ego del protagonista, encarnación presente de su pasado) que sufre un desengaño amoroso semejante al que padeció el jurista hace años. Sin embar­go, al final de la función, la modelo y el joven coinciden sorprendentemente. Se insinúa una futura relación amorosa entre ambos, con la cual culminará el procesa de rehumanización del viejo juez, quien verá disi­pados así, de forma simbólica, todos sus fantasmas pretéritos en ese amor que retoma con otros protago­nistas su propia historia sentimental.

Hemos traído a colación esta inusual aproximación artística por parte de un autor consagrado a un valor ético fundamental y a una concepción en positivo de la existencia, porque esta apertura hacia perspectivas más alentadores sobre la vida humana parece tornarse cada vez más habitual en el cine con intenciones humanistas. En los últimos años, frente a una tendencia general hacia ciertas formas de existencialismo exacerbado, a través de pinturas tenebristas del mundo contemporáneo, comienzan a surgir ópticas alter­nativas, soluciones cinematográficas esperanzadas frente al cataclismo presentido en este fin de siglo. Para que entendamos lo que estamos planteando, diremos que existe un cine que, independientemente de su calidad estética, recrea una realidad de tonos negrísimos; un cine caracterizado por levantar mundos imagi­narios que van a la deriva en la estela del fracaso, la destrucción y la muerte. En todas estas piezas encon­tramos una desconfianza radical en nuestras modernas sociedades, maquinarias perversas que anulan a los individuos, los deshumanizan y aíslan. Tampoco sale nada bien parada la propia condición humana, reduc­to donde se incuban en condiciones ideales las más diversas formas de la degradación y la ruina. El cine de psicópatas, tan en boga en los últimos años, es un buen indicio de esta inclinación al desastre. Seven o El silencio de los corderos, por citar dos ejemplos harto conocidos, revelan con crudeza los entresijos inexpli­cablemente dañados del alma humana. El cine negro o el cine sobre jóvenes, del que ya hemos hablado en otros números de esta sección, pulsa con mayor o menor intensidad estas mismas teclas de un desafinado y poco prometedor futuro: pesimismo, desilusión, pérdida… son las notas dominantes.

Decíamos, sin embargo, que obras como Rojo se sitúan relativamente en el otro fiel de la balanza. Más que cándidas declaraciones de intención, estas películas de carga menos tétrica aportan posibles vías de salida a un momento histórico que no dejan de reconocer en crisis. No estamos, por tanto, ante un ejerci­cio autocomplaciente de maniqueísmo al servicio de los buenos propósitos, sino ante una sólida apuesta por generar textos que planten cara, desde el arte, al avance del caos. Dos de las películas más interesan­tes de la temporada pasada, Secretos y mentiras y Rompiendo las olas, recreaban ambientes donde acaba por cuajar cierto equilibrio, cierta armonía, cierta forma todavía poco sólida de esperanza. Pero no se trata de ejemplos aislados: el cine de Kiarestami (con sus soberbias Y la vida continúa A través de los olivos), de G. Amelia (Lamerica), el L. Dasdam de Grand Canyon, incluso el Woody Allen de Todos dicen te quiero, apuestan por volver a empezar, por dar una segunda oportunidad a la rueda del destino, por renunciar a una senda, la del nihilismo, que amenaza con desembocar en un callejón sin salida.

Jesús ViIlegas

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