No se puede hablar propiamente de una generación ni-ni, más allá de la etiqueta mediática, ni uniformizar ninguna generación, ni la X ni la Y, ni siquiera la del Mayo del 68. En la llamada generación ni-ni, se trata de un fenómeno que tiene sus raíces en una situación no tan generacional como estructural y en una crisis grave que va más allá de lo económico, que impregna, desde hace tiempo, la estructura misma de la sociedad y que ataca directamente a lo que entendemos por cohesión social.
Una crisis que tiene que ver con principios educativos, con la falta de visión humanitaria en los procesos de crecimiento económico y desarrollo de los países y también -y fundamentalmente- con la falta de planteamientos pedagógicos en el crecimiento y el desarrollo personal de jóvenes, cuyo futuro parece ser considerado de manera instrumental y solamente en términos de éxito o fracaso profesional en un contexto competitivo y productivo, de lucha personal y de carrera por llegar el primero.
Ante este panorama, el fenómeno ni-ni acaba siendo la historia de un fracaso de políticas sociales, educativas y económicas. Y las víctimas de este fracaso, como casi siempre, son personas de sectores vulnerables que pueden acabar marginados o excluidos de la sociedad, jóvenes a quienes se ha elevado, con la ayuda de algunos medios de comunicación, a la categoría de héroes de lo cutre, contestatarios sin causa o rebeldes del ridículo, que han puesto de moda que lo burro es mejor, que el maltrato es normal o que se pueden permitir cualquier cosa viviendo a costa de los demás.
Son grupos, individuos, que representan el fracaso escolar, que en algún momento pasó desapercibido negligentemente en la escuela o el denominado descontrol en la familia que no puso límite alguno a lo que quizá pasaba de la raya. En este cóctel de ingredientes, hay que sumar la contrapropuesta: un afán de uniformizar el éxito y el participar como sea del modelo hegemónico del liberalismo de nuestros días, como lo normalizado en el siglo XXI.
Un modelo que abona en estos jóvenes ni-ni una apatía que se traduce en un «no me importa», igualmente individualista, demasiado habitual ante una gran dosis de frustración, ante una no tolerancia a la contrariedad o a un simple no, porque no han entendido o nadie les ha explicado…, y que sin culpar a nadie de responsabilidades ponen a toda la sociedad contra las cuerdas para que reaccionemos ante esta parte más sucia del funcionar económico y social contemporáneo. […]
Muchos profesionales oportunistas han podido hacerse con un plus, con este ni estudiar ni trabajar de un grupo relativamente numeroso, e importante cualitativamente, de muchachos y de muchachas que no se quieren preparar para la vida laboral y que se sienten bien con la comodidad de que alguien les mantenga. Primero, la familia, después, la protección social. Y ello con la consiguiente angustia de una parte de la juventud que se encuentra en esta situación.
Este espectáculo, tan llamativo como deplorable, lleva a que oficialmente se tape, se remiende o repudie y, por exigencias del guión, hoy se han hecho las tres cosas. Pero no se ha enfocado bien y en lugar de pensar educativamente hacia esta población, hacia sus familias, sus escuelas, sus entornos y los medios de comunicación, preventivamente, se ha actuado terapeúticamente en políticas y acciones reactivas, respuestas y recursos tecnológicos condenados a ser puntuales.
Una vez más se ha pensado que la juventud es el problema y no el modelo de sociedad y sus sistemas educativos, reglados y no tan reglados. No se trata de salvar a esos grupos, sino de salvar un sistema social que hay que repensar a fondo y también en términos educativos, como la única manera para que estas y otras generaciones sepan elegir teniendo un pensamiento propio sólido y no sólo en función de la oferta y la demanda (de empresas competitivas o de empresas mediáticas), a quienes ni el estudio ni el trabajo personal deben supeditarse hasta el punto de perder la propia decisión.
Pilar Heras, La Vanguardia, 14/11/2010