La alegría, para celebrar el gozo de existir, como un brindis por cada instante de nuestra vida, sin que nos dobleguen los fracasos, haciendo que la luz que nos alumbra por dentro ilumine a los demás por medio de nuestra sincera sonrisa.
La solidaridad, para no encerrarnos en nuestro propio yo, para sentir como nuestro el sufrimiento de los demás, para caminar a su lado, buscando una alternativa liberadora a su dolor. Para sentir que cualquier persona, en cualquier parte del mundo, es nuestro hermano.
La sobriedad, para vivir en plenitud, no dejándonos consumir por un consumo absurdo, para valorar lo que tenemos, para percibir que somos partícipes en el empobrecimiento del mundo, en el deterioro de nuestra madre Tierra, realizando acciones concretas para remediarlo.
La interioridad, para detenernos un momento ante tanto estrés diario, para que, en el silencio y la soledad, callemos tanto ruido y nos adentremos en nuestro interior, para reconocer la Presencia que nos vivifica, para valorar nuestra existencia, para gozar de nuestro propio corazón y de tantos rostros impresos en él.
La cooperación, para mostrar nuestro rechazo ante una competitividad inhumana, para unirnos a los demás en contra de cualquier causa injusta, para romper con el egoísmo que nos aísla.
La com-pasión, para seguir siendo verdaderos apasionados por la vida, para padecer/sentir-con-los-demás sus sufrimientos y sus alegrías, para abandonar la dureza del corazón, para salir al encuentro de quienes se encuentran tirados en las cunetas de los caminos del mundo.
La autoestima, pero no la de los manuales que te encierran en ti mismo, en nuestra propia autosatisfacción, sino la que te ayuda a reconocer tus cualidades y a valorar tus capacidades, poniéndolos gratuitamente al servicio de los otros.
La sociabilidad, para no aislarnos en nuestra propia casa, en nuestra propia familia, en nuestro propio barrio o comunidad, para abrir y derribar fronteras que nos separan, para sentir el inmenso y sencillo placer de estar juntos.
La acogida, para encontrarnos y hacernos cercanos a cualquier persona, de cualquier parte del mundo, de cualquier religión, idea o cultura, y así mostrarnos felices y orgullosos de formar parte de nuestra humanidad.
El perdón, ante tanta violencia, ante tanto dolor causado a los demás o por los otros, ante los engaños que sufrimos, ante las decepciones. El perdón que nos enseñó Jesús a practicar siempre, como nos muestra en cada momento nuestro buen Padre y Madre Dios, hagamos lo que hagamos, el perdón como semilla y fruto de un mundo nuevo y reconciliado.
La convivencia, como una mesa bien dispuesta y abierta al otro, como la alegría de charlar con el que llega de fuera de nuestro pequeño mundo, como respeto y tolerancia hacia uno mismo y hacia los demás, creando una sociedad más abierta, más colorida, más pluriforme, más gozosa.
La paz, para alcanzar el diálogo auténtico, para solucionar los conflictos como seres humanos, para que llene el corazón, para combatir la violencia que hay en uno mismo y en los demás, para que, de la mano de la justicia y la verdad, se avance hacia un horizonte de plena armonía y cordialidad.
La amistad, como regalo continuo, como fuente de satisfacción, como gratuidad y alegría, como poder compartir los gozos y las penas, como dejarse deslumbrar por la belleza del instante en que compartes y celebras la vida con tu amigo o amiga.
La esperanza, como una planta que no se deja abatir por el temporal, como trabajo permanente ante la adversidad, como horizonte y camino, utopía y empeño diario, como signo de que nada está perdido, como fruto del esfuerzo por no dejarse abatir por nada. Y ofreciendo confianza, perspectiva y ánimo a quienes se encuentran abatidos y desilusionados por los golpes de la vida.
Miguel Ángel Mesa