Alberto Rouillé Tamayo es sacerdote misionero: “Tengo 48 años. Nací en Huila (Colombia) y vivo con la tribu turkana en Kenia. Estoy licenciado en Psicología, Filosofía, Teología, Gerontología. Yo era profesor universitario, pero trabajar con drogadictos y niños de la calle me acercó a Dios. Me hice sacerdote con 28 años”.
¿Plantar un árbol es la manera de reconciliarse con Dios?
Con Dios, con uno mismo y con la tierra que nos alimenta.
¿Dios pide actividad?
La fe sin obras está muerta.
Usted lleva ocho años en un desierto.
En una región semiárida con tribus seminómadas. Esa pobre gente eran animistas, iba desnuda y, cuando salía la luna llena, danzaban y tenían relaciones sexuales.
¿Lo primero que hizo cuando llegó?
Aprender su idioma, hacerme con ellos. Luego con una varilla me dediqué a buscar agua y construir pozos, pero se secaban y comencé a hacer presas para aprovechar el agua de lluvia que una vez llega al lago Turkana ya no es potable.
¿Funcionó?
Tenemos más de 50 presas y 300 pozos alrededor de los cuales hemos plantado todo tipo de árboles para que no se nos evapore el agua.
¿Y lo hizo mediante árboles expiatorios de pecados?
Prefiero llamarlo sacramento ecológico. Cuando recibes la primera comunión: plantas un árbol; cuando te peleas y hay que reconciliarse: plantas un árbol. Tenemos zonas que ya parecen oasis, llenas de árboles frutales.
Entiendo, mucho sacramento.
Mucho. Era muy común que un pastor le comprara a otro su hija pequeña por 40 cabras. Le daba la mitad, se llevaba a la niña y nunca llegaba la segunda mitad.
¿Y?
Primero cuchilladas y luego venían a verme. Yo optaba por una solución salomónica: le quitaba la autoridad a uno y a otro, me quedaba a la niña y la enviaba a estudiar. Como símbolo de que los dos acataban la decisión…
Sembraban un árbol.
Pues hemos conseguido que en la Constitución keniana se establezcan los 17 años como edad mínima para vender a una criatura.
Usted ha llegado y ha impuesto su ley.
Sí… Me impliqué mucho en el tema de la ablación porque morían muchas niñitas de tres años infectadas.
Promovió usted una revolución de madres que casi acaba con usted.
No hay que tener miedo. A través del diálogo conmigo, muchas madres se dieron cuenta de que estaban descargando en sus hijas su propio resentimiento, eso de «a mí también me lo hicieron». Se armaron de coraje y les dijeron a sus esposos que se acabó la ablación hasta que las hijas fueran mayores de edad.
¿Qué hicieron los esposos?
Expulsarlas. Eran unas 15 mujeres, construyeron una casa para ellas y sus hijas y nosotros les facilitamos un hornito para montar una panadería. Pero el número de mujeres rebeldes, así las llamaban los hombres, fue creciendo.
Los hombres debían de estar furiosos contra usted.
Lo estaban. Vinieron a hablar conmigo y les dije que debían descubrir lo mucho que valían sus mujeres. Con el tiempo fueron a pedirles perdón y esta vez fueron ellas las que les dijeron: «Entonces, siembren un árbol como signo de reconciliación».
Mientras tanto, a usted le quemaron la iglesia y lo secuestraron.
La orden la dio el emir, pero fue para bien. Llegó un coche, me metieron en el maletero y me abandonaron desnudo en el desierto. Al cabo de tres
días, un niñito me encontró y avisó a su mamá.
Y usted debió de ir a hablar con el emir.
Así es. A él no le gustaba la fuerza que estaban tomando las mujeres, pero lo convencí. Aunque poco después quisieron asesinarme.
¿Quién esta vez?
Un ministro del antiguo presidente Moi que traficaba con armas. Una pena de tipo, por no decir otra cosa. Daba armas a los moriles para que matara a los turkana y viceversa. Un día se presentó en mi casa con uno de sus guardaespaldas. «¡Mátale!», le dijo; pero el guardaespaldas lo mató a él.
¿Y eso?
«Yo no puedo matarle -dijo el guardaespaldas-. Es nuestro papá, él vela por nuestra salud, por que tengamos comida, y usted no, así que lo mato a usted», y pum, lo mató.
¿Y le hizo plantar un árbol?
No, yo estaba aterrorizado. Vino el presidente de la República con su séquito, pero no hubo represalias. Moi me dijo en voz baja: «Por fin nos libramos del ministro». A partir de ahí comenzamos con los pactos de paz para acabar con la guerra.
¿Cómo lo hizo?
Con diálogo. Iba a ver a los moriles y les explicaba lo bueno de vivir en paz. Verá, unos a otros se robaban cabras e hijas. Cometían auténticas masacres. He llegado a poblados en los que estaban todos muertos, la verdad es que cuando se ciegan lo mejor es salir corriendo. A un amigo mío lo acribillaron cuando fue a tener un diálogo entre turkanas y pokots.
Vaya.
Ya viven en paz. Cada comunidad, antes tribus nómadas, se dedica a una producción: pan, ladrillos de barro, carbón… Hemos creado escuelas, un orfanato para niñas nómadas, clínicas móviles, pastos para los animales y criamos peces, peces en el desierto.
La Vanguardia, 26/11/2007