Perdónanos, María, por tanto como te hemos desfigurado.
No fue mula voluntad, sino fruto del cariño.
Pero así somos los hombres: que parece que no podemos querer
si no es configurando al otro a imagen de nuestros pequeños deseos
Así te hicimos Reina a Ti, la que cantaba a Dios
porque derriba a los poderosos de sus tronos.
Te atiborramos de alhajas a Ti,
que nunca llevaste más brillo que el de tu propia limpieza,
‑sólo para bendecir esas joyas ostentosas que nunca deberían llevar nuestras mujeres‑.
Te dedicamos congresos y homenajes,
cuyo único objeto parecía ser
que no se hablase de los temas vidriosos, incómodos, difíciles y vivos.
Te hicimos aparecer a unos y a otros
para condenar revoluciones y afanes de progreso,
a Ti que callabas siempre.
Que sólo hablaste una vez para pronunciar las palabras más subversivas de la historia.
Compréndelo María:
¿puede un hijo resignarse a saber tan poco de su madre?
De ti sólo sabemos que callabas,
que guardabas en tu corazón lo que no entendías,
pero «estabas»:
allí, al pie de aquel patíbulo que recapituló todas las cruces de la historia.
Nosotros no entendimos tu silencio,
no supimos que él es quien te enseñó a decir «hágase»,
y a alabar al Señor porque mira a los humillados,
y es el Dios de los pobres,
y despide vacíos a los ricos, los poderosos y los fatuos.
Enséñanos, al menos, a creer en ese Dios,
y en ningún otro,
ni aunque nos lo prediquen los ministros de la Iglesia
y aunque esa fe nos obligue a decir «hágase» muchas veces.
Y perdónanos, Madre, si también te pedimos que con todos tus nombres:
de Montserrat, de Macarena o del Rocío, de Aránzazu, el Pilar, o Czestochowa,
vengas un día a devolver todas tus joyas,
para que no deformen tu paresa,
y sirvan a los pobres de la tierra.
Hazlo Tú, madre, porque quienes deberíamos hacerlo
no tendremos valor para ello,
aunque lo pidan los papas o la tradición de nuestra Iglesia.
Y a tantas mujeres, benditas contigo,
hermanas tuyas en tanta discreción no aparente,
en servicio callado, y en el dolor secreto,
libéralas por fin, sin alharacas y sin que introyecTen modelos masculinos
como sus ideales de persona.
Y déjame cantar contigo
que mi alma glorifica al Señor porque te hizo.
JOSÉ IGNACIO GONGÁLEZ-FAUS