Si hemos de hacerle caso a la Estadística (única Musa que permanece en activo en estos tiempos descreídos) los jóvenes abandonan el campo, dejan atrás las tierras de unos antepasados que ya no son semidioses intangibles, sino señores que miran con rara expresión desde los portafotos. Tales antepasados han perdido el poder de marcar la línea de sus vidas; ahora esa línea es la de la carretera que va, contoneándose, hasta la ciudad, esa carretera que descubrieron en un utilitario prestado y rezongón, compañero de tantas correrías de fin de semana.
La ciudad tiene olor a tabaco, a labios que sujetan desenfadadamente un cigarrillo, a electricidad chisporroteante, a tres de la mañana. De manera que las nuevas generaciones ya no quieren ser ovejitas Dolly de sus padres -clónicos de una vida anunciada-, sino primos hermanos de los personajes de la tele: siempre metidos en líos y siempre, siempre, urbanitas.
Yo comprendo que los biorritmos de la juventud ya no los puedan marcar las estaciones, las antojadizas lluvias, la helada de última hora o el pedrisco, sino las modas, modismos y modales (mayormente malos). Comprendo que los jóvenes escojan dejar de mirar siempre al cielo (a ver qué cae),para dedicarse a mirar el televisor (a ver qué echan). Hemos importado el Gran Sueño Americano -que incluye ir a la universidad, no trabajar con las manos y tener un coche mejor lo antes posible-, y esto ha cortado de raíz el relevo generacional en el campo. En el fondo es un problema de vocación, lo mismo que el sacerdocio. El trabajo del campo es sinónimo hoy de renuncia, implica un sacrificio: el sacrificio de ese gran sueño americano. Ya no se aspira a perpetuar la explotación paterna o materna sino a dar el salto, a «algo mejor», a una oportunidad de la que carecieron nuestros padres.
Sin embargo, hay un movimiento de gente que escapa de la ciudad a sus señuelos para volver a los pueblos. No es un retiro, no es alejarse del mundanal ruido: son conscientes de que las ventajas Ce la urbe siguen estando al alcance de la mano. Han aprendido a cohonestar los fragantes senderos del bosque y las páginas web de Internet. Muchos jóvenes podríamos hacer lo mismo. Pero estas cosas sólo las da la experiencia: ese abono que la vida te da cuando tu flor ya languidece.
JUAN AMADOR «El Mundo», suplemento de Castilla v León (4.8.99)
PARA HACER
1. Al referirnos a los jóvenes, pensamos inconscientemente en los jóvenes urbanos. Pero también están los que viven en el campo. O los que vivían, porque cada vez son menos los que allí se quedan. ¿Qué sabemos de ellos? 2. Leer el artículo. ¿Qué pensamos? 3. La seducción urbana engulle a todos y al final margina a salir, o sea, a volver para, como siempre, encontramos con nosotros mismos. Para eso es necesario recuperar el campo. ;Lástima que sólo después de haber huido se descubra que es necesario volver! ¿Estamos de acuerdo? |