A las puertas del tercer milenio seguimos rindiendo tributo a los dioses de la sangre. También entre nosotros. También entre los jóvenes. También en los estados.
La muerte del obispo Juan Gerardi en Guatemala el domingo 26 abril es un caso más. Era defensor apasionado de los derechos humanos y dos días antes de morir había presentado el informe Guatemala: nunca más que pudo costarle la vida. En él daba cuenta de los 36 años de horror en Guatemala, con casos no reproducibles aquí: en una matanza acaecida en 1981 «los balearon y degollaron, también a los niños, a una hija (lo cuenta la madre) le abrieron la cabeza, le quitaron el seso y parece que lo comieron. A otra vecina le degollaron y empezaron a chupar la sangre». Y datos que hablan por sí solos: 37.000 hechos violentos (masacres, asesinatos, violaciones o mutilaciones) que afectaron a 55.000 víctimas (43.580 de ellas fueron ocasionadas por las fuerzas armadas), 50.000 desaparecidos, 150.000 muertos, un millón de refugiados, 40.000 viudas, 200.000 huérfanos…
Seguimos rindiendo culto a los dioses de la sangre. Pero todos. Por eso la Opinión de este «Cuaderno Joven» es especial: Reproducimos un artículo de José Ramón Flecha titulado «Sacrificios de doncellas» (El Santo, 623, julio-agosto 1997) que hacemos nuestro. Puede ayudarnos a descubrir cómo también nosotros seguimos ofreciendo sangre a «nuestros dioses».
- Sacrificios de doncellas
La noticia ha aparecido en la prensa en los días más esplendorosos de esta primavera. Parece que hay unas treinta tribus en Puerto Maldonado, allá en la Amazonia peruana. A algunos investigadores les ha llamado la atención comprobar que en ellas es mayor el número de varones que de mujeres. Y creen haber encontrado la razón: es muy frecuente todavía el sacrificio de las doncellas. Los nativos piensan que la ofrenda de esas muchachas ayuda a lograr una buena temporada de pesca o una mejor cosecha.
Pero dicen que un ritual semejante existe en el departamento de Puno, allá en el altiplano. Jóvenes de ambos sexos son
embriagados por los brujos y degollados como ofrenda a los dioses del cerro. Sabemos que los sacrificios humanos se han dado en todas las culturas primitivas. Hasta el pueblo de Israel se sintió a veces tentado por esas prácticas que veía practicar por los pueblos cananeos. Seguramente el relato bíblico del «sacrificio» de Isaac revela precisamente esa tentación. El pueblo descendiente de Abraham descubriría que Dios aceptaba otros sacrificios sustitutorios, en lugar de la vida de los primogénitos.
- Los dioses de la sangre
La cultura moderna nos ha enseñado a horrorizarnos ante esos ritos. No creemos que Dios pueda exigir los sacrificios de vidas humanas. Y si los pidiera, ésa sería precisamente la prueba más evidente de su falsa divinidad.
Los ciudadanos de un mundo tecnificado haríamos mal en escandalizarnos ante esos ritos abominables. Nosotros, en efecto, hemos cambiado las apariencias pero no hemos cambiado de mentalidad. De una forma más sutil y menos ostentosa, seguimos ofreciendo sangre a nuestros «dioses».
– Sacrificamos vidas humanas al dios del «tener». Nos quemamos la salud para atesorar bienes que de nada nos van a servir. Se mata para robar y se roba para seguir matando. Las mafias locales o internacionales se disparan sin escrúpulos por asegurarse las redes de sus negocios sucios.
– Sacrificamos vidas humanas al dios del «poder». Por conseguir o mantener una parcela de él, los asesinatos se cuentan por millares y millones. Los grupos terroristas tratan de justificar la matanza de inocentes sobre la base de sus pretendidos derechos políticos.
– Sacrificamos vidas humanas al dios del «placer». El sexo, la droga, el alcohol o el tabaco van dejando víctimas incontables por todos los caminos del mundo. Se viola y se mata a las niñas. Se planean asesinatos por exigencias de un juego.
- Faltan profetas
Junto a estos dioses personales, están también las grandes divinidades de la comunidad. En razón del bien común se tortura a unos y se niega el pan y la residencia a otros. En razón de una identidad «nacional» se discrimina a los llegados de otra región o de otro continente. En razón de una ideología se propugna el aborto y se programa la eutanasia.
Y luego, están los otros diosecillos de segunda categoría. Parecen más benignos y domesticables. Pero también ellos reclaman el tributo de la sangre humana. Son las envidias y las discordias. Es el anhelo de aparentar y de ser conocidos. Es el proyecto de unas vacaciones. Es el deseo de comprar un nuevo vehículo. Todo ello cuesta sangre.
La diferencia respecto a las tribus «primitivas» es insignificante. En un caso y en otro se trata de sacrificar a «alguien» para asegurarse «algo» que parece necesario para el individuo o para el grupo. En un caso y en otro se considera que la sangre de los otros es fuente para la vida de los que lo asesinan. En un caso y en otro, siempre hay «brujos» que deciden quién ha de morir y el rito que se ha de seguir para que el sacrificio surta el efecto deseado.
Las noticias de prensa añaden que los misioneros católicos han logrado que los sacrificios humanos disminuyan en la selva, en la selva vegetal, al menos. En la selva de asfalto y de semáforos faltan todavía los profetas.
A pesar de todo esto -y precisamente por ello- apostamos por la esperanza. En la página siguiente reproducimos un poema inédito de ftigoberta Menchú (14 de octubre de 1994), guatemalteca y premio Nobel de la Paz. Con ella creemos que son «largos mis sueños, largas mis esperanzas». Y que «vendrá el amanecer». Como cantábamos, «habrá que forzarlo para que pueda ser».
Vendré el amanecer
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