En la última película de Woody Allen, Desmontando a Harry, hay secuencia muy sugerente: en uno de los momentos de esta obra, un personaje, actor de cine, descubre algo terrible y absurdo: esa mañana, su cuerpo, como si se tratara de la imagen de una fotografía mal hecha, ha amanecido desenfocado. Su familia, sus compañeros, sus amigos observan, primero divertidos y finalmente alarmados, este curioso fenómeno: el hombre que hasta ayer poseía unas formas y un perfil claros, contundentes, fácilmente identificables, hoy ha perdido, repentinamente, su nitidez. Es más, su emborronamiento no se detiene en un punto, sino que su figura se desvanece a cada instante más y más, hasta transformarse, poco a poco, en un puro borratajo que provoca mareos a quien lo contempla.
El protagonista de esta tragicomedia acude a distintos médicos, quienes no detectan en su organismo ninguna enfermedad. Sin embargo, nuestro amigo continúa un proceso imparable: los límites que marca su piel siguen desdibujándose y en su rostro ya a duras penas se distinguen rasgos propios.
La historia concluye de una manera nada alentadora. Yo diría que se trata de un desenlace falsamente tranquilizador: la única forma de atenuar o, al menos, disimular esta degeneración incontenible consiste en que la mujer y los hijos del hombre desenfocado se pongan unas gafas con las que recuperar ilusoriamente su contorno tal y como fue en su día. Todo nos hace sospechar que este pobre infeliz acabará convertido definitivamente en una gran mancha, por mucho que los otros intenten autoengañarse.
Esta secuencia permite múltiples interpretaciones. Bastaría con responder a una serie de preguntas: ¿a quiénes, a qué realidades humanas puede representar este hombre en disolución? ¿En qué ocasiones las personas «nos desenfocamos», nos volvemos confusos, perdemos parte de nuestra identidad? ¿Cuándo nos colocamos unas lentes tranquilizadoras que, en lugar de ayudarnos a resolver los problemas o a afrontar la realidad, se limitan a disfrazarla?
En esta sección que dedicamos mensualmente al cine como instrumento educativo os voy a regalar mi particular lectura de esta secuencia tan pedagógica. Se trata de sustituir a ese actorcillo por todos y cada uno de los hombres y mujeres que componemos las modernas sociedades occidentales, entre ellos tú y yo. Llamaremos capitalismo al objetivo fotográfico causante de nuestra mala definición o a la tinta que nos desfigura. Además de este cambio, imaginaremos que, ante este carnaval de presencias distorsionadas que todos protagonizamos, la gente, en lugar de buscar las razones del descentrado general para atajarlas, se conformara con agenciarse un hermoso par de gafas, tan mágicas como tramposas. Aplicando todas estas operaciones tendrás ante tus narices, sin quererlo, un retrato veraz y atroz de nuestro maravilloso mundo desarrollado.
¡Qué felices todos, monstruosamente borrosos, pero seguros de que el mundo es perfecto porque lo vemos a través de nuestros cristales ahumados! ¿Qué me importa que me vaya disolviendo en el ácido del egocentrismo o que me extinga a golpe de ambición si todos a una giramos en el mismo y estúpido tiovivo, si todos padecemos una misma miopía consumista y gozosa, si todos soportamos la vida apoyándonos en la ortopedia del materialismo? A los hombres y mujeres de las sociedades del primer mundo se nos está difuminando paulatinamente la conciencia y sólo podemos soportar nuestra propia deformidad moral, nuestro desenfoque, con unas gafas que oculten o justifiquen las tropelías cometidas a diario a nuestro alrededor, en nuestra propia casa, en nuestro mismo espejo: el derroche, la acumulación, el afán competitivo, el desinterés hacia los otros… En el momento en el que, por unos instante, nos quitamos las lentes que nos protegen, el deterioro de nuestros principios, la barbarie de nuestra forma de vida resulta tan trasparente y deslumbrante como opaca y desvaída nuestra presunta humanidad.
Termino: en una tira de Mafalda, un personaje comentaba que, cuando alguien fuma un cigarrillo, no queda claro si es la persona quien consume el cigarro o, a la inversa, si es el propio cigarro quien se encarga de consumir a su usuario. La misma fórmula puede aplicarse a esos seres desenfocados, tal vez como tú y como yo, que son consumidos inconscientemente por sus propios hábitos de consumo. Al menos, atrévete a arrancarte las cómodas gafas que garantizan la pasividad. Tu mundo no es perfecto. Me ha parecido verte entre líneas y creo que tú también andas un poco desenfocado.
JESÚS VILLEGAS