Las revoluciones norteamericana y francesa introdujeron el derecho a la felicidad. Aquello era la modernidad. Ahora, con la postmodernidad, la felicidad ha pasado a ser un deber más que un derecho. Antes de la ilustración, en el reino moral del cristianismo romano, la desdicha en este mundo era indicio de hallarse acaso en el lugar correcto ante los ojos divinos.
Siendo este paraje un proverbial valle de lágrimas, lo coherente, de acuerdo a las predicaciones, era acumular motivos para sollozar. El tiempo del gozo y la alegría sobrevendría después, en un más allá metafísico donde esperaba como recompensa el soleado reino de Dios. El aquí de este mundo estaba desacreditado como lugar idóneo para el placer verdadero, y las gratificaciones de la existencia terrena eran, en consecuencia, triviales, cuando no peligrosas.
La llegada de las Luces cambió radicalmente las apreciaciones con su nuevo planteamiento moral. La Revolución francesa no sólo proclamó la anulación del pecado original, sino que irrumpió en la historia como una promesa de felicidad dirigida a la humanidad entera. Una promesa que habría de cumplirse no ya en un paraíso eutrapélico, sino en los reales confines de esta tierra.
Bentham, el padre del utilitarismo, pedía promover «el máximo de felicidad para el máximo de gentes»; Adam Smith veía un signo divino en el mismo hecho de que los hombres desearan mejorar su condición; Locke recomendaba huir de lo incómodo (la uneasiness); la Constitución estadounidense proclamaba «el derecho a ser feliz».
En suma, por todas partes, en los fines del siglo XVIII y principios del XIX, estalló la convicción de que era razonable desear la felicidad terrena. El derecho a la felicidad humana se convirtió también en la meta de los socialismos utópicos y del marxismo, Hegel o Nietzsche. Ahora, no obstante, cuando esas utopías se han desvanecido, cuando el progreso es una concepción abstracta y el futuro ha alcanzado el grado cero, la felicidad se hace un apremio.
No un derecho a conquistar, sino un deber a cumplir sin demora.
Nunca como hoy se había vivido una atmósfera tan compulsiva para ser feliz, pasarlo bien, habitar confortablemene, sentirse pletórico y gozoso. Desde los imperativos publicitarios a las ofertas de fármacos y psicofármacos, desde los club Med a los manuales de autoayuda, desde la extensión de los géneros de comedia a la generalización del humor como forma hegemónica de comunicación. No ser feliz en este mundo es el auténtico pecado de hoy.
Pascar Bruckner ha publicado recientemente un libro titulado La euforia perpetua, en torno a este fenómeno que asedia la existencia contemporánea. Las democracias occidentales, dice Bruckner, son crecientemente alérgicas al sufrimiento, y en general al dolor, colectivo o privado, se resiste cada vez menos en el mundo occidental. Unidades contra el dolor para aliviar su peso entre jóvenes o adultos, pero también la eutanasia para eliminar el padecimiento de ancianos y enfermos terminales, o estudios para sortear los dolores a los recién nacidos. El dolor ha perdido en nuestro tiempo cualquier utilidad simbólica y valor de cambio. El dolor formaba la conciencia, fortalecía el cuerpo, depuraba los pecados, se ofrecía en canje por bienes procedentes de la Providencia; ahora, sin embargo, no parece servir para nada. O más bien es la causa del malhumor, de la baja productividad, de la peor sociabilidad, de la averiada cotización en los mercados sociales, la señal del fracaso. El deber es encontrarse bien y en forma, estar joven y fuerte, optimista y alegre. El sufrimiento actual no es ya el mero sufrimiento sino el sufrimiento específico de no ser plenamente feliz. La enfermedad posmoderna no es estar enfermo sino la patología de no encontrarse bien o, como insignia máxima, estar deprimido. Es decir, la depresión extensa como efecto general de no ser, de acuerdo con los tiempos, lo bastante dichoso para sí.
Vicente Verdú
«El País», 29.6.2000