El derecho a equivocarse

1 junio 2001

No me gusta la fórmula con la que he titulado este artículo: no creo que el hombre tenga «dere­cho a equivocarse». No tenemos «derecho» al error. Lo que sí tenemos derecho es a ser com­prendidos por nuestros fallos, a ser aceptados con nuestros errores, a ser perdonados por nuestras estupideces, a ser reconocidos como hombres que inevitablemente cometerán siete tonterías al día y setenta veces siete por año. Temo que, mientras esta ley no sea reconocida y aplicada por todos, no conseguiremos un mundo vívidero.

Me parece que el hombre se va haciendo verda­deramente adulto en la medida en que se va ha­ciendo comprensivo. La intolerancia me parece que puede ser tolerable y comprensible en los jó­venes. Para ellos todo se divide entre el bien o el mal. Luego la vida va descubriéndonos cuánto bien se esconde entre los pliegues del mal. Y cuán­to mal se agazapa dentro de muchos recovecos del bien. Y uno va aprendiendo a perdonar cuanto más descubre dentro de sí la necesidad del per­dón. Por eso un viejo que acumula rencor me pa­rece el ser menos adulto que existe.

También la vida nos va enseñando a perdonar, que es el arte más difícil que existe… Porque se puede ser muy cruel al perdonar, cuando se per­dona desde arriba, desde la «dignidad» del ofen­dido. Más tarde descubrimos que el verdadero perdón es el que no se nota, el que incluso nos sa­le del alma, sin esfuerzo, naturalmente. Por eso me parece tan absurda la frase del «perdono, pe­ro no olvido», porque una cosa es que aprenda­mos de los errores para no volver a cometerlos, y otra muy diferente que nos pasemos la vida re­cordándolos, sacando jugo al caramelo de nues­tro perdón.

Tal vez yo aprendí a perdonar de aquella ma­estrita que, en mis años infantiles, tenía la hermo­sa manía de escribir nuestras malas notas con ti­za y las buenas con tinta. Así las malas se borra­ban al día siguiente con la primera operación ma­

temática que hacíamos en el encerado, mientras que las buenas quedaban allí siempre escritas co­mo un bello recuerdo.

Pienso que si los hombres escribiéramos así, las malas cosas en el encerado del ala y las buenas en nuestros cuadernos indelebles, nos encontraría­mos al cabo de los años sin rencores, y con el co­razón abarrotado de motivos de gozo.

Dicen que el lobo puede perder los dientes, pe­ro no la memoria. Afortunadamente, el hombre no es un lobo y puede seleccionar amorosamente dentro de su memoria, de modo que casi nos cau­se risa cuando alguien nos pide perdón, por la simple razón de que, sin más, lo habíamos olvi­dado. Esta ciencia es fácil: basta con mirarse al in­terior, descubrir el montón de fallos que uno tie­ne, para no valorar los de los demás. Aquel a quien cuesta perdonar, es, sencillamente, porque no se conoce a sí mismo…, y se dispensa a sí mis­mo lo que no es capaz de disculpar a los demás.

Los cristianos debemos congraciarnos sabien­do que la sustancia de Dios es que es rico en mi­sericordia, un experto en el arte de perdonar. Por­que ve toda la verdad, la infinita pequeñez de nuestras necesidades. Graham Greene dice que si conociéramos el último porqué de las cosas, las comprenderíamos mejor. Por fortuna, Dios cono­ce todos estos últimos porqués, el hecho de que de cada cien de nuestras equivocaciones, noventa y nueve se cometen por error, por prisas, por can­sancio, por frivolidad y tal vez solo una por des­cender del mal.

Sí, Dios nos perdonará «así como perdone­mos». Bueno, esperemos que nos perdone mucho mejor. Esperemos que Él nos enseñe nuestra alma niña, salvada a pesar de tantos errores en las eti­quetas de nuestros diagnósticos a la hora de vivir.

 

Judit Valverde (3º Pastoral Juvenil)

Parroquia «Ntra. Sra. de los Dolores» (Salamanca)

 

Para hacer

  1. Leer y comentar: ¿Qué nos llama la atención?
  2. Centrarse en algún tema específico: El hombre adulto (en la medida en que se va haciendo comprensivo), el arte de perdonar (el verdadero perdón es el que no se nota…). Y así otros puntos. ¿Qué podemos hacer?
  3. ¡Qué sugerente lo de «escribir las malas notas en tinta y las buenas con tiza»! Imitarlo personalmente: hacer «examen de consciencia» recordando al final del día, por ejemplo: ¿Qué he hecho hoy de bueno? Eso queda para siempre. ¿Qué he hecho mal? ¡Vamos a ver cómo lo puedo cam

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