Full Monty, como cualquier obra cinematográfica, es susceptible de ser sometida a varias estrategias críticas: considerada como discurso comprometido con su tiempo, se sitúa en la estela de aquellos productos que abordan los problemas derivados de la «postindustrialización», en este caso concreto, las sangrantes consecuencias del desempleo. El año pasado se produjeron dos obras más con esta cuestión de fondo (la alemana «La vida en obras» y la magistral en todos los sentidos «Nubes pasajeras», del finlandés Aki Kaurismaki), lo cual justificaría plenamente un breve análisis comparativo de las mismas. También podemos comentar esta simpática propuesta remitiéndola a la tradición británica del cine realista (con Ken Loach, en la actualidad, y autores de la talla deStephen Frears, Mike Leigh o Mark Hermann), enfoque que ha encontrado ya su plasmación en estas páginas en otras ocasiones. En otra dirección más estética, cabe la posibilidad de estudiar los elementos genéricos sobre los que se construye como comedia un relato basado en la odisea de un grupo de perdedores. Aún más, en el caso que nos ocupa, resultaría muy interesante y aleccionador indagar en los motivos sociológicos que han catapultado a esta modesta filmación hasta el olimpo de los títulos estrella.
El «gancho» de Full Monty reside en algo tan elemental y desconcertante a un tiempo como su soporte argumental (dichosamente) engañoso. La historia es bastante sencilla: seis trabajadores en paro, tipos corrientes y molientes, deciden montar un espectáculo del «boys», muy a pesar de sus cuerpos, como alternativa a la falta de empleo. Esta idea, sin más, constituye el punto de arranque del relato, su baza argumental. He añadido, sin embargo, la coletilla de (dichosamente) «engañoso» al sustantivo «argumento» porque, debajo de esta trama, asoma ante todo un furioso e inesperado alegato a favor de la honestidad: el público acude al cine bajo el reclamo de las recalcitrantes peripecias de un puñado de excéntricos proletarios capaces de perder la ropa por unas libras y se encuentra con una sorprendente película de tintes humanistas en defensa de la dignidad humana.
Para conseguir este curioso efecto de resituación, Peter Cattaneo recurre sobre todo al tratamiento de sus personajes. El proceso de montaje del espectáculo de striptease desencadena una especie de itinerario moral en el que cada protagonista asume y resuelve sus propias limitaciones personales: Gaz, el promotor del espectáculo, encara con seriedad la difícil tarea de ser padre divorciado de un preadolescente; David acepta su obesidad, aniquila sus temores sentimentales y refuerza la relación amorosa que mantiene con su mujer; Gerald, acostumbrado a una vida acomodada, acepta su nueva y precaria posición económica y rompe su lazo afectivo con su esposa, un vínculo basado en la falsa felicidad derivada de un consumismo ciego; Jean y Lumper descubren y viven una homosexualidad sin complejos; Horse afronta con ritmo y, ante todo, con valentía la proximidad de la vejez.
Sólo desde esta perspectiva adquiere sentido pleno la última escena de la película, momento capital por su intensidad emotiva, auténtico resumen significativo del conjunto. La obra culmina, como era de esperar, con la realización del espectáculo en presencia de un público enfervorizado. Tras todo lo anterior, el striptease multitudinario de estos seis seres humanos alcanza, paradójicamente, verdadera hondura ética y actúa como metáfora de su propia evolución personal. Los hombres-objeto, a medida que se desprenden de la ropa, ceden milagrosamente el paso a esos verdaderos sujetos que se han ido construyendo paulatinamente, y su desnudez gozosa, trascendentalizadora del erotismo, materializa el estado espiritual descubierto, tras un duro proceso de maduración, lo más puro, lo más auténtico, lo más elemental de su integridad. Full Monty nos regala mediante esta secuencia un desnudo integral maravilloso y a la vez imposible de filmar: el de unas conciencias vivas, libres, autoafirmadas.
JESÚS VILLEGAS