Estos días termino un libro sobre Dios y las religiones, que se titulará Dictamen sobre Dios. Se trata de un tema inexcusable para un detective de la cultura. ¿Qué sabemos, qué podemos decir sensatamente sobre tales asuntos, a estas alturas de la historia, tan viejos ya y tan escaldados? Desde hace medio siglo se pronostica la desaparición de las creencias religiosas, que no se ha producido. El agnosticismo o el ateísmo son fundamentalmente fenómenos europeos. […J Los expertos calculan que hay más de 40.000 nuevos movimientos religiosos en el mundo.
Ocupado en estos asuntos, me estremece, como a todo el mundo, el horror de las Torres Gemelas de Nueva York. Las primeras sospechas apuntan hacia fundamentalistas islámicos, con lo que la actualidad se mete sangrientamente en las páginas de mi libro. Aparece en los periódicos la palabra fatídica: yihad, la guerra santa. Los fanáticos justifican la guerra para mantener pura la fe y la unidad de los creyentes, para liberar a los estados de fe islámica del gobierno de los infieles, y para defender la patria. El fundamentalismo islámico, uno de cuyos representantes más conocidos fue Jomeini, pretende convertir la religión en poder político, y hacer que la ley religiosa sustituya a la ley civil. Los tabilanes aspiran a lo mismo. Para comprender lo que está pasando hay que recordar la historia. Cuando en los 60 aparecieron esos movimientos integristas, la izquierda y la derecha occidentales fueron sumamente críticas. Veían un renacer del fascismo y de un fanatismo desaforado. Pero una década después, parte de la izquierda elogió el populismo de estos movimientos, y parte de la derecha elogió su preocupación moral y su lucha contra el materialismo ambiente.
Mientras tanto, se había organizado, con el aplauso de Occidente, la primera manifestación de «guerra santa» internacional. La URSS había invadido Afganistan, y el islamismo radical empezó a recibir enero de EE.UU. y sus aliados para que se enfrentara al invasor. Más de un billón de pesetas en armas fue a parar a la guerrilla islámica. Parte de esa misma guerrilla es la que ahora está dispuesta a declarar la guerra santa a Occidente.
Estos hechos vuelven a enturbiar la imagen de las religiones. Se convierten en un peligro en vez de ser una esperanza. Pero conviene no precipitarse en el análisis. Ni todas las religiones son belicosas, ni todos los musulmanes son fanáticos. La amenaza no viene tanto de la religión, como de su terrible alianza con el poder. La renovación islámica es en el fondo más política que religiosa. Es fruto de muchos factores: el malestar social, la pobreza, el miedo al modo de vida occidental, un sentimiento de humillación ante ciertas conductas de Occidente, el fracaso de las esperanzas puestas en los sistemas marxistas y en el sistema de mercado, la defensa de la identidad cultural, el rechazo de nuestro individualismo feroz, y también la lucha por el poder de facciones, familias o sectas.
Europa puede dar algunos consejos al islam, porque ha aprendido con el escarmiento. También el cristianismo claudicó ante la tentación de unirse con el poder. También el cristianismo predicó la guerra santa. San Bernardo, proclamador de la segunda cruzada, escribió a los templarios: «Hay que desenvainar la espada material y espiritual para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana.» Tras siglos convulsos y sangrientos, Europa ha reconocido la injusticia de esa actitud, y el derecho a la libertad de conciencia. Tras el horror de Nueva York, nuestra mejor postura ante el islam sería demostrar que hemos sido sabios al arrepentirnos, y que nuestro sistema de vida, defensor de los derechos de los individuos, de la igualdad, de la democracia, no es un capricho occidental, sino el mejor medio descubierto por la inteligencia humana para asegurar la justicia. Tenemos que convencer a todos los pueblos desgarrados por calamidades políticas y económicas, de que no solo queremos globalizar la tecnología y el mercado, sino también modos de vida justos. La justicia es nuestro gran poder, nuestra mejor baza.
JOSÉ ANTONIO MARINA «El Semanal, 30.10.2001