Mientras volaba por los aires el coche oficial de Carrero y se moría Franco tan lentamente como había vivido, nacía en España una nueva generación que ahora solo sabe por los libros o por los documentales cuáles fueron las circunstancias de aquellos ruidos. Algunos devoran esos documentales y ya saben mejor que nosotros cómo fue todo aquel estertor de la dictadura; saben, también, que aquellos años de plomo que luego fueron prólogo de los siguientes años de esperanza resultaron fundamentales para dar sentido a la vida de sus padres. Hoy están ahí, a la puerta de la casa, mirándonos; son, dice Eduardo Verdú, uno de ellos, la generación cero, están pidiendo trabajo, saben mucho más que nosotros cuando teníamos su edad y encuentran que, como tienen el porvenir taponado y el pasado fue nuestro, solo tienen presente.
Lo cuenta Eduardo Verdú en un libro cuyo título parece un trabalenguas, Adultescentes, que ha editado Temas de Hoy con un subtítulo que aclara un poco más las cosas: Autorretrato de una juventud invisible.¿Invisible? Ésa es la tesis.
Eduardo Verdú es un joven escritor de 26 años que hace años publicó un espléndido autorretrato de la adolescencia propiamente dicha, Equipaje en mano, que no solo era su descubrimiento de la vida, sino, también, su descubrimiento del extranjero; para nosotros, los que podemos ser sus padres, el extranjero era una aspiración y por tanto una carencia: era de donde debían venir todos los bienes porque en las noticias aparecía como el lugar del que procedían, inevitablemente, todos los males. Ese libro, que parecía una novela juvenil, es la antesala de este ensayo en el que, como si estuviera al galope sobre un caballo o sobre un patinete, el joven Verdú hace recuento de lo que ve ahora, instalado ya en una indecisa vida laboral que le tiene como periodista ocasional y como editor vocacional, aún en los aledaños de la casa de sus padres, preguntándose cómo y por dónde ha de seguir discurriendo la vida. Él se fija que a su edad los que entonces vivíamos mejor contra Franco estábamos ya empleados, contribuíamos de una forma u otra al desarrollo de un país que no nos gustaba y estrenábamos luego lo que él vislumbra ahora como un país nuevecito que no salió del todo tan mal pero que tampoco nos salió tan bien.
En ese país estrenado por nosotros él cree que los jóvenes de la generación cero ahora no tienen sitio, viven en un «desierto de presente» y es consciente, además, de que «no nos aguarda el futuro». «Seguimos siendo los hijos de alguien cuando tenemos edad para ser padres», ésa es su evidencia.
¿Debe ser tan severo el diagnóstico? ¿Está tan taponada esa generación? Eduardo Verdú no se lamenta, pero expone a lo largo de este libro veloz como una carta actual parece un chat con sus compañeros de tiempo, una exposición de motivos- algo mucho más sustancial que esa misma tesis cero de la vida: lo que muestra Verdú es que esos jóvenes que están ahí, en la puerta, fijándose, tienen (y ésta es una frase de Juan Cueto, que también tuvo entonces esa edad) la mirada distraída y se están preocupando de otras cosas; el discurso con el que vienen, las preocupaciones que están en el vademécum de sus conversaciones, no tienen que ver con las nuestras, y nos miran despavoridos, y a veces compasivos, porque nosotros insistimos en tener sus años cuando ya estos años nuestros y los años suyos suponen un bache irremediable.
Hay como un rumor de pasos que nosotros no hemos escuchado, y hay esta declaración: «Nada nos compromete, cogemos aquí y allá lo que nos interesa, el mundo es un amplísimo buffet del que nos procuramos aprovechar antes de que se acabe, antes de que llegue el mañana desconsiderado para el que no contamos nada. Cero».
JUAN CRUZ «El País», 27.1.2001
PARA HACER
Muchos educadores se pueden identificar por edad y trayectoria con los padres de estos jóvenes de la generación cero. ¿Dónde estamos? ¿Dónde y cómo vemos a los jóvenes? Y los jóvenes, ¿nos sentimos representados con este retrato?