Las bienaventuranzas de los resucitados

1 abril 2010

¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba

en el camino…? (Lc 24,32)

Camino de Emaus y camino del trabajo, camino del hogar y camino del colegio, camino del centro comercial y camino de la zona de marcha, camino del estadio y, sobre todo, camino del corazón humano…, ¡Jesús sale a tu encuentro!

Amigo, en esta Pascua de 2010, Jesús –y te aseguro que no se trata de una visión fantasmagórica–, sigue apareciéndose por los ambientes en los que te mueves a diario y en las personas con las que convives cada día… ¿O acaso todavía no le has reconocido?

Escucha y toma nota, pues de tu respuesta depende, y mucho, el grado de felicidad que alcances en tu vida.

Felices los que me reconozcan en los pobres, en los indeseados,

en los que la sociedad ha colocado en los últimos puestos,

porque ellos ocuparán lo más alto en el podium del reino de los cielos.

 

Felices los que me reconozcan en las lágrimas, el dolor

y el sufrimiento de sus hermanos más necesitados,

porque ellos experimentarán el abrazo amoroso y eterno de Dios.

 

Felices los que me reconozcan en las personas sencillas,

cuyo historial de éxito se reduzca a hacer bien su trabajo,

saludar desde el tercio y retirarse discretamente,

porque ellos, un día, entrarán a hombros en el reino de Dios.

 

Felices los que me reconozcan en los que tienen hambre y sed

de hacer la voluntad de un Dios que se hace hermano,

se hace amigo, se hace compañero de camino…

porque Dios les saciará a base de un atracón de amor, alegría y felicidad.

 

Felices los que me reconozcan en el corazón de sus hermanos

sin utilizar la lupa o “la prueba del algodón”

para verificar que están limpios y son de fiar,

porque ellos verán, en primera fila y sin efectos especiales, al mismísimo Dios.

 

Felices los que me reconozcan en la palabra amable de la anciana que vive sola,

en el saludo sincero del que viene de fuera o en el perdón

merecido o inmerecido del hermano que ya te la ha liado varias veces…

porque ellos obtendrán, cum laude, el título de hijos de Dios.

 

Y felices los que, al llegar al final de esta parábola y, felices,

mucho más felices los que al poner en práctica lo que aquí se nos ha narrado,

les arda, les queme y les apasione su corazón…

porque Dios, y este el secreto de la felicidad, habrá resucitado en sus vidas.

José María Escudero

 

 

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