Matilda

1 julio 1997

[vc_row][vc_column][vc_column_text]A finales del año 1996, se estrenaren dos pelícu­las; inspiradas en sendos relatos de Roald Dahl: Matilda y James y el melocotón giganteMatildadestacaba por lo irónico de su mirada, por mante­ner en su desarrollo una cierta tendencia a la crítica social y por la cruel formulación de algunas de sus propuestas, detalles todos estas impropios en el ci­ne infantil, caracterizado generalmente por una mo­lesta, edulcorada y malentendida corrección. Estas sorprendentes elecciones tonales alejan el producto de la habitual blandenguería con que se pintan en el cine los supuestos intereses, y las fantasías de los más pequeños. En este terreno, Disney y su pode­rosa maquinaria de crear ha actuado durante más de sesenta años como el único referente estético válido, y su marchamo ultraconservador, maniqueo y ternurista ha empañado, no sólo las pantallas, si no también el resto de signos iconográficos, ideoló­gicos y culturales, que acaban por decorar en buena parte el paisaje de lo que llamarnos infancia.

En los últimos años se observa una necesaria solución de los primo ramplones en los que se ha asentado toda película apta para menores. ¿A qué es debido este cambio? Ante todo, a razones de empresa. El cine infantil, si quiere competir con garantías en el mercado, debe aliñarse con nuevas especies para ser digerido por toda la familia. En esta dirección, muchas películas trufan su desarro­llo con guiños cómplices y reflexiones dirigidas ahora a todos los públicos.

Matilda se encuentra a medio camino entre tradi­ción y renovación. Las propuestas del guión y su planteamiento, incluso la puesta en escena, resul­tan particularmente corrosivos. Matilda es una niña sensible, inteligente e imaginativa, que debe vérse­las con una familia de una ofensiva vulgaridad, me­diocre, preocupada exclusivamente por ganar dine­ro a toda costa, deglutir comida basura y apalan­carse delante del televisor. En su escuela el pano­rama no es más alentador. La directora emplea a fondo sus métodos dictatoriales con el fin de abolir a toda costa y cuanto antes la inocencia de cual­quier retoño indisciplinado que caiga en sus ma­nos. El argumento, con una acidez demoledora, re­trata a la perfección los significativos empeños que las sociedades modernas llevan a cabo para con­vertir la infancia en una preparación brutal para la ordinariez, la ignorancia y el borreguismo; en otras palabras, por anticipar lo más posible: el paso de criatura humana a cachorro de triunfador agresivo.

Ante este panorama, un ser excepcional, Matilda, se permite la osadía de pensar, leer, mover objetos con la mente -preciosa metáfora de la fantasía- ser autosuficiente -frente a la consustancial ultrade­pendencia y el gregarismo de los hijos del consu­mo- preocuparse por su educación… Frente a la amplitud de horizontes de esta niña, se sitúa un mundo familiar y escolar de miras recortadas, ceji­junto, chato, hortera y ridículo. Puestos a interpre­tar, la contraposición entre infancia -Matilda- y edad adulta -el resto de especímenes- nos abruma con su radicalismo. Si, además, nos arriesgarnos a postular dobles sentidos, el personaje de Matilda podría representar muy bien toda una cultura, la de la vieja Europa, sometida a las embates materialis­tas de Estados Unidos, un país tan histórico como insustancial.

 

Sin embargo, como contrapunto a este asombroso ­radicalismo ideológico, dirigido sin duda a un es­pectador adulto, el film no puede evitar mantener en su desarrollo una serie de constantes de género que distancian un tanto Matilda del prometedor ám­bito de la fábula negra y acaban por reconducir la obra al más trillado terreno de los cuentos de ha­das. Desde que entra en acción la profesora amar­gada y buena, la película se contagia del propio ca­rácter desvaído y tópico del personaje, pierde caus­ticidad y degenera en un juego repetitivo de mo­mentos bienintencionados. Desde ese momento, Matilda ingresa en las filas de lo previsible y se sitúa en regiones colindantes con la temible Disneylandia. A pesar de sus defectos, Matilda es un docu­mento estimable y permite indagar en un tema co­mo el de los abismos que separan la mentalidad in­fantil del mundo adulto. También nos ofrece un no­table material si nos interesa profundizar en la con­cepción que de niños y niñas tiene la industria cine­matográfica y, por extensión, el capitalismo. Ade­más, Matilda puede constituirse en un magnífico precedente antes de sumergir a futuro lectores en la literatura de Roald Dahl, una literatura tan cruel y a la vez tan entrañable que sintetiza en estos dos rasgos algunos de los entresijos más llamativos y olvidados de la psicología infantil.

Jesús Villegas

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