“Yo creo en Jesús, pero no en la Iglesia”. Una vieja expresión que no dejamos de oír con cierta frecuencia a nuestro alrededor.
Y sin embargo, la fe no puede vivirse en solitario. La experiencia cristiana, desde los orígenes, ha sido compartida por aquellos que se han encontrado con Jesús, han descubierto la fuerza irresistible de su mirada y han decidido seguirle, con todas las consecuencias, para anunciar la Buena Noticia del Reino. Esta es la Iglesia, comunidad de los seguidores de Jesús, que nace como expresión de la fraternidad y don del Espíritu derramado en Pentecostés.
Es verdad que en tantas ocasiones la Iglesia no logra ser significativa a causa de la vida lánguida de nuestras comunidades: celebraciones mortecinas, divisiones, poca acogida, falta de compromiso… Pero el constatar que la realidad eclesial dista mucho de ser la ideal no nos puede hacer renunciar a la convicción de que nuestra fe tiene una vivencia comunitaria que le es esencial. Los cristianos no creemos en la Iglesia como meta y fin del acto de la fe sino que “creemos” en el Dios que se ha revelado en Jesucristo dentro de ella y con ella. Creemos a la Iglesia como ámbito de nuestra experiencia cristiana, comunidad de los seguidores de Jesús sostenida y alentada por la fuerza del Espíritu.
Naturalmente, comprometidos con la comunidad creyente, debemos intentar dar pasos que ayuden a la renovación y a la autenticidad de nuestra Iglesia de manera que ésta llegue a ser verdadera expresión de fraternidad y de solidaridad con los hombres y mujeres de nuestro mundo. Con el esfuerzo de todos, necesitamos dar vida a nuestras celebraciones de la fe, sentirnos más implicados en la tarea común de transformación de la realidad, dar pasos decididos en la cercanía a los más abandonados, trabajar por el bien común, hacer de nuestra comunidad un espacio para la acogida, la comunicación y la vivencia compartida de la fe.
Una fe compartida que se expresa en el compromiso y en la celebración cristiana donde el encuentro en el nombre de Jesús se hace Palabra proclamada, mesa y comida compartidas, fraternidad y compromiso por el Reino.
No cabe duda de que, hoy como ayer, nos jugamos la “credibilidad” de nuestra Iglesia en la coherencia de los creyentes y en la veracidad de la comunidad cristiana. A pesar de tantas “oscuridades”, el testimonio de muchos hermanos nos muestra que el evangelio continua teniendo una enorme fuerza de arrastre y que la llama de la santidad no se ha apagado: de Charles de Foucauld a Edith Stein, de Helder Camara a madre Teresa, de M. Luther King a monseñor Romero… un puñado de hombres y mujeres que, junto a tantos otros, han hecho luminoso el testimonio del nombre de Jesús en nuestro mundo. Su compromiso con el evangelio, creíble y auténtico, invita a la comunidad creyente a seguir siendo fuerza transformadora para que un mundo diferente, según el corazón de Dios, sea posible.
Bien sabemos de la dificultad, en ocasiones, para la participación activa de los jóvenes en la vida de la comunidad cristiana. Como reconoce el Papa Francisco, “se hace necesario ahondar en la participación de estos en la pastoral de conjunto de la Iglesia” (ChV 202), evitando una formación exclusivamente doctrinal. El esfuerzo debe estar puesto en acompañar a los jóvenes en la comunidad asegurando que la propuesta formativa esté centrada en dos grandes ejes: “uno es la profundización del kerygma, la experiencia fundante del encuentro con Dios a través de Cristo muerto y resucitado. El otro es el crecimiento en el amor fraterno, en la vida comunitaria, en el servicio” (ChV 213). De modo que, en orden a nuestra reflexión, bien podríamos decir que cualquier plan de pastoral juvenil debe incorporar claramente medios y recursos variados para ayudar a los jóvenes a crecer en la fraternidad, a vivir como hermanos, a ayudarse mutuamente, a crear comunidad, a servir a los demás, a estar cerca de los pobres (ChV 215).
Hemos querido reflexionar en nuestra revista MISIÓN Joven obre la dimensión eclesial de la fe y la necesidad de seguir acompañando procesos de crecimiento en la fe en los que la dimensión comunitaria sea un criterio fundamental. Para ello, proponemos tres estudios que nos ayudan a adentrarnos en el tema con profundidad:
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José Luis Cabria Ortega, de la Facultad de Teología de Burgos, firma el artículo titulado “La dimensión eclesial de la fe. Perspectiva teológica”.
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Santos Urías Ibáñez, sacerdote diocesano, nos ofrece su reflexión teológico-pastoral en el artículo “La Iglesia vaciada”.
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Raúl Tinajero Ramírez, director de la subcomisión de infancia y juventud de la Conferencia Episcopal Española, reflexiona, desde la pastoral juvenil, cómo “Educar la dimensión comunitaria en los procesos de fe”.
José Miguel Núñez