[vc_row][vc_column][vc_column_text]Cuando el mes de mayo se acerca, impregnado del aroma de la primavera, vuelven los recuerdos de la infancia, los recuerdos del colegio. Nada menos que el mes de mayo. Nada menos que el mes de la Virgen.
Como en ningún otro mes aumentaba el número de «prácticas»: no hablar en los pasillos, no hacer ruido con los pupitres. Las prácticas permitían ganar puntos para demostrar el cariño de la Virgen, amén de vestir un fajín azul para ir a la capilla, un escudito con estrellas, y, quién sabe, incluso coronar a la Virgen si al fin se conseguían el mayor número de puntos de todo el pensionado.
En estos tiempos de cambios rápidos y espectaculares, cuando las ideologías de toda la vida parecen esfumarse sin dejar apenas rastro; cuando losutópicos reniegan, no sólo de las utopías por imposibles, sino incluso de los ideales por poco rentables; cuando los medios de comunicación nos acaban mareando con el cúmulo de noticias, con el agobio de la propaganda, con el hartazgo de violencia y sadismo; cuando la apostasía de cualquier cosa que ya no venda y el alistamiento insospechado a lo que de momento sí vende es la moneda común; cuando la política o la economía parecen ser
la salvación de la humanidad, vale la pena, y mucho, traer a la memoria a aquella mujer que dijo «sí» sin condiciones, sin componendas, sin guardar cartas en la manga.
«Nuestra señora del Amén» la hemos llamado, para que nos ayude a pronunciarlo desde lo hondo del corazón, sin «blindar» el compromiso con esas condiciones que guardarnos en la trastienda: sí, siempre que…
«Nuestra Señora de la Serenidad» me gustaría llamarla, porque necesitamos como nunca ese tranquilo y suave alejamiento del trajín diario, ese sencillo guardar las cosas, meditándolas, acariciándolas con ternura en el corazón. Para que ninguna se pierda, que todas son cosa divina y humana. Para que ninguna quede sin leer a esa luz matizada que da el comercio con Dios.
Por eso al llegar el mes de mayo, y a pesar de las sonrisas de quienes tengan ganas de sonreír, que siempre los hay, no está de más recontar ese camino, escolar y poético, de los fajines, los escudos y las coronaciones, que quería llevamos a la mujer creyente, comprometida y serena, Madre de Dios.
Y traducir al lenguaje de nuestro momento aquellas infantiles letanías que salían de¡ fondo del corazón:
– Nuestra Señora de La Serenidad, no dejes que abandonemos los ideales porque, aunque no lo parezca, siempre son rentables.
– No Permitas que el barullo continuo, el trajín cotidiano, nos lleve a optar por lo que, visto con desprecio, no vale la pena.
-Ayúdanos a encontrar puntos firmes desde los que construir, sin apostasías insospechadas ni alistamientos insólitos.
– Aumenta nuestra fe y nuestra esperanza en que este nuestro mundo tiene arreglo, y un buen arreglo.
– Y no permitas que nada ni nadie nos robe la alegría profunda de saber que estamos en tus manos. En tan buenas manos.
Adela Cortina
«Vida Nueva», 27.4.96
[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]