Noticia de la Cuaresma

1 marzo 2012

La noticia del inicio del Ramadán aparece con mayor o menor énfasis en nuestros medios, aunque, por supuesto, se habla muchísimo más de las rúas, las máscaras y los jolgorios del carnaval. La Cuaresma católica, en cambio, ha desaparecido del espacio público. En el calendario de las celebraciones mediáticas, la Cuaresma no existe. Sucede con ella lo contrario que con la Semana Santa o con la Navidad, celebraciones que, si bien han perdido su nervio religioso, siguen siendo metas principales del círculo anual. Si la Navidad es la gran excusa para revitalizar el consumo a las puertas del periodo más frío del año, la Semana Santa sirve de pretexto a una pequeña vacación: es la única temporadita turística que se programa al margen del verano. El mensaje religioso que vehiculaba la vieja Semana Santa está relacionado con el núcleo esencial de la fe cristiana. Un Dios que asume la condición humana, sufre en su propia carne las más duras experiencias –desprecio, injusticia, humillación, tortura, dolor extremo y muerte–, pero vence a la muerte y, venciéndola, transmite una visión esperanzada de la existencia.

Nada queda de tales mensajes, sin embargo, en las celebraciones mediáticas de la Semana Santa. Si las procesiones están viviendo un auge en los últimos años, es debido a dos factores. Expresan, por una parte, la nostalgia del mundo tradicional en la desconcertante realidad líquida de nuestro tiempo. Y por otra, funcionan como un gran aquelarre turístico, traducción posmoderna de lo que se supone no son más que teatrales extravagancias del pasado.

Si la Navidad y la Semana Santa, vaciadas del sentido original, permanecen en nuestro calendario como celebraciones readaptadas a los mitos de la sociedad contemporánea, ¿por qué la Cuaresma, en lugar de cambiar de piel como las otras, ha desaparecido? La Cuaresma es incompatible de raíz con la mitología contemporánea. Era una etapa de renuncia y contención, de austeridad y silencio, de ayuno y abstinencia. Tales valores y prácticas están en las antípodas de la visión contemporánea. En sintonía con la economía del consumo, nuestra época es ávida y desinhibida, despilfarradora y chillona, sensual e incontinente. El sistema económico que se ha bloqueado con la crisis es exactamente lo contrario de lo que significaba la Cuaresma. Si entonces pecaba el que comía carne, ahora peca quien no idolatra la gastronomía. Si el recogimiento se imponía, ahora se imponen en todas partes la música, el tráfago, el incesante charloteo mediático. Si la concupiscencia y la lubricidad (palabras desaparecidas de nuestro diccionario habitual) eran afeadas como el peor mal, ahora nada parece más horrible que la castidad. Si hay algo contrario al ansia y la voracidad contemporáneas, son los cuarenta días de desprecio de los apetitos que proponía la Cuaresma.

Son multitud los que consideran la desaparición de la Cuaresma una gran victoria de la modernidad sobre la represión, de la libertad sobre la sumisión, de la felicidad posmoderna sobre la oscuridad antigua. Pero si tanto hubiéramos progresado gracias a la liberación de todas las contenciones, nuestra sociedad no estaría tan necesitada de antidepresivos, la agresividad no presidiría nuestras relaciones sociales, la insatisfacción no carcomería tantas vidas, no necesitaríamos tantas dosis al día o a la semana de pequeños deleites (objetos de consumo o placeres de usar y tirar) con que enmascarar el difuso desasosiego que transpiramos.

Me pregunto de dónde procede el optimismo ideológico contemporáneo. Un optimismo visible en la imperiosa tendencia a ridiculizar, despreciar o expulsar de nuestras vidas el legado de la tradición (un legado tachado siempre de amargo y represivo). Un optimismo visible especialmente en la incapacidad para la autocrítica. Los abanderados de la modernidad tienen ante sus ojos abundantes muestras de los límites y los fracasos de la sociedad contemporánea. El ser libre y autónomo que imaginó la Ilustración ha devenido un pelele en manos de la publicidad y las pantallas hipnóticas. Confunde felicidad y placer. Es un consumidor insomne, un idólatra de la riqueza. Quería liberarse de la represión y ahora es esclavo del instinto. Quería suplantar a Dios, pero obedece a todas las modas. [Ver el final de este artículo en la página siguiente.]

Antoni Puigverd

La Vanguardia, 28/03/2011

 

 

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