Parábola del muchacho incrédulo

1 marzo 2011

En aquellos días volvía Jesús con sus discípulos de Séforis y, haciendo un alto en su camino, se les acercó un muchacho que, repentinamente y a voz en grito, empezó a increpar a Jesús diciendo:

–¡¡¡Tan sólo eres un embustero!!! Ese Dios que predicas, Padre de todos, que nos convierte en hermanos no es más que una mentira. Jamás le vi, nunca he podido hablar con él, decirle lo que me pasa o pedirle lo que necesito. ¡¡Deja de engañarnos, maldito galileo!!

Rápidamente los discípulos se dispusieron para reducir al muchacho y echarlo de allí; sin embargo, Jesús hizo un gesto para que se apartaran y lo dejaran en paz. Con la voz serena y la mirada llena de compasión le dijo:

–Muchacho, ¿tienes padres?

El muchacho bajó la mirada entristecido. Ni siquiera los había conocido, su padre murió estando su madre encinta y su madre no resistió una complicación del parto. Respondió:

–No. –Y prosiguió enfurecido:–¡Pero no necesité conocerlos para saber que existieron y que me querían!

–¿Y cómo estás tan seguro de ello si nunca los pudiste ver?

–Mi familia me lo ha contado multitud de veces, ellos dan fe –contestó el joven.

–De tu Padre Dios que está en el cielo –replicó Jesús– también te puede dar fe nuestra familia, y su testimonio está recogido en las Escrituras. Allí se cuenta cómo desde el principio de los tiempos nos creó con infinito amor, guió a todo nuestro pueblo, nos salvó de la esclavitud de Egipto y nos condujo por el desierto a la Tierra Prometida.

–Sigo sin creerte, sólo son historias. En cambio de mi madre, que nunca vi, tengo aquí una huella indeleble.

El muchacho alzó su ropa y señalando su ombligo continuó:

–Esta es la cicatriz que demuestra que estuve unido a ella en su seno y por siempre me recordará su presencia, mi origen, mi referencia. En cambio, de ese Padre Celestial, ni rastro en mi cuerpo.

Jesús guardó silencio por un momento. Le asombraba la profundidad de la respuesta de aquel joven de aspecto sencillo, le sobrecogía el desgarro con que se preguntaba por su origen.

–Mira –le dijo Jesús–, la huella de nuestro Dios no está en tu cuerpo, sino en tu alma. Cada vez que buscas la justicia y la paz, late en ti la bondad que ha impreso en tu corazón. Cada vez que sientes que la realidad no es suficiente para dar sentido a la vida; cada vez que encuentras que tu corazón te grita ¡más allá!; cada vez que notas la necesidad de buscar algo más, de trascenderte a ti mismo; cada ocasión que te estremeces ante el misterio de la vida o de la muerte, está palpitando la cicatriz que Dios ha dejado en tu alma y que te recuerda que procedes del él, que eres parte de nuestro Padre.

El muchacho quedó sobrepasado por la respuesta, pues era una persona de espíritu profundo y sincero que reconocía en sí aquello que le acababa de decir Jesús. Con los ojos inundados de lágrimas y la voz ahora apenas balbuceante, le dijo a Jesús:

–Entonces… entonces, ¿por qué me parezco a mis hermanos y ese parecido me acerca la presencia de mis padres desaparecidos, pero ninguna semejanza conmigo me sugiere la presencia de mi Dios?

Jesús esbozó una sonrisa. Se levantó, llegó hasta el lugar donde estaba sentado el muchacho, le abrazó con ternura y, cogiendo su rostro con las dos manos, lo aproximó al suyo, le miró a los ojos y le dijo:

–Mírame. Yo soy tu hermano, tu amigo y tu Dios. Soy como tú, conozco lo que significa ser persona, sé lo que es sufrir y lo que es gozar. Me parezco tanto a ti, que te conozco en lo más profundo de tu ser y he venido para mostrar al mundo el camino para tener una vida plena.

El muchacho se arrojó a los pies de Jesús proclamando:

–¡¡Maestro!! ¡¡Tú eres mi Dios y Salvador!! ¡¡Tú me has mostrado el verdadero rostro del Padre Celestial!!

Y diciendo esto salió corriendo dando gracias y alabando a Dios.

Jesús se dirigió a sus discípulos, que estaban conmovidos por la escena a la que acababan de asistir, y les dijo:

–En verdad os digo que sólo aquellos que se atreven a preguntar y a dudar están en el camino de encontrar la verdad. No temáis a la búsqueda sincera, pues Dios la recompensará con el tesoro de la verdad.

Javier de la Morena Martínez

Colegio B. V. María – Irlandesas (Sevilla)

 

 

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