Petrus y el Buen Combate

1 noviembre 2001

En 1986 hice por primera y única vez la pere­grinación conocida como el Camino de Santia­go. Habíamos acabado de subir una pequeña cuesta, en el horizonte apareció un pueblecito, y fue entonces cuando mi guía, a quien llamaré Petrus (aun cuando no es ese su nombre), me dijo: Mira a tu alrededor y fija tu visión en un punto cualquiera; después, concéntrate en lo que voy a decir.

Yo escogí la cruz de una iglesia que conseguía ver a lo lejos, y Petrus comenzó:

«El hombre nunca puede parar de soñar; el sueño es el alimento del alma, como la comida es el alimento del cuerpo. Muchas veces en nuestra existencia vemos nuestros sueños des­hechos y nuestros deseos frustrados, pero es preciso continuar soñando, si no nuestra alma muere. Mucha sangre ya rodó por este campo que tienes delante de tus ojos, y en él tuvieron lugar algunas de las batallas más crueles de la Reconquista. Quién tenía la razón, o la verdad, carece de importancia: lo importante es saber que ambos bandos estaban librando el Buen Combate.

El Buen Combate es aquel que es trabado porque nuestro corazón lo pide. En las épocas heroicas, en el tiempo de los caballeros andan­tes, esto era fácil; había mucha tierra para con­quistar y mucha empresa para acometer. Hoy en día, sin embargo, el mundo ha cambiado mucho, y el Buen Combate se ha trasladado desde los campos de batalla hasta el interior de nosotros mismos.

El Buen Combate es aquel que se libra en nombre de nuestros sueños. Cuando ellos ex­plotan en nuestro interior con toda su fuerza -en la juventud- tenemos mucho coraje, pero aún no hemos aprendido a luchar. Después de mucho esfuerzo terminamos aprendiendo a lu­char, pero entonces ya no tenemos el mismo va­lor para combatir. Por causa de esto, nos volve­mos en nuestra contra y nos combatimos a no­sotros mismos, pasando a ser nuestro peor ene­migo. Decimos que nuestros sueños eran infan­tiles, difíciles de realizar, o fruto de nuestro des­conocimiento de las realidades de la vida. Ma­tamos a nuestros sueños porque tenemos miedo de librar el Buen Combate.

  • El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta de tiempo. Las personas más ocupadas que conocí en mi vi­da siempre tenían tiempo para todo. Las que no hacían nada estaban siempre cansadas, no concluían el poco trabajo que debían realizar, y se quejaban de que el día era demasiado corto. Lo que sucedía realmente es que ellas tenían miedo de librar el Buen Combate.
  • El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras certezas. Porque no que­remos aceptar la vida como una gran aven­tura por ser vivida, pasamos a considerarnos sabios, justos y correctos en lo poco que pe­dimos a la existencia. Miramos detrás de las murallas de nuestro día a día, oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, el olor de su­dor y de pólvora, las grandes caídas y las mi­radas sedientas de conquista de los guerre­ros. Pero nunca sentimos la alegría, la in­mensa alegría que llena el corazón de quien está luchando, porque para éste no importa la victoria ni la derrota, importa apenas lu­char en el Buen Combate.
  • Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la paz. La vida pasa a ser una tarde de domingo, sin pedirnos grandes cosas, y sin exigir más de lo que queremos dar. Consideramos entonces que estamos muy maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia y conseguimos nuestra realiza­ción personal y profesional. Pero en verdad, en lo más íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que sucedió fue que renunciamos a la 4ucha por nuestros sueños, a llevar a cabo el Buen Combate. Cuado renunciamos a nues­tros sueños y encontramos la paz, tenemos un pequeño período de tranquilidad. Pero los sueños muertos comienzan a pudrirse dentro nuestro, y a infestar todo el ambiente en que vivimos. Comenzamos a volvernos crueles con aquellos que nos rodean y final­mente pasamos a dirigir esta crueldad contra nosotros mismos. Surgen las enfermedades y las psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate -la decepción y la derrota- pasa a ser el único legado de nuestra cobardía. Y un buen día, los sueños muertos y podridos tor­nan el aire más irrespirable, y pasamos a de­sear la muerte, que nos libra de nuestras cer­tezas, de nuestras ocupaciones y de aquella terrible paz de las tardes de domingo.

PAULO COELHO «El Semanal», 30.9.01

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