Todos los cristianos, no sólo unos pocos escogidos, tenemos un testimonio para dar. Todos llevamos dentro un anuncio escondido en nuestra vasija de barro que hay que sacar a la luz, llevamos una fortaleza metida en nuestra debilidad, una alegría que no nos pertenece sólo a nosotros. ¿Cuál es tu testimonio? ¿Qué dices de tu fe? En la primera carta de Juan, toda la comunidad proclama con claridad su testimonio: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, lo testimoniamos y os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros y para que vuestra alegría sea completa” (1Jn 1,11-4).
Todo esto lo hemos oído mil y una veces, lo tenemos claro, tan claro que a veces le damos la vuelta, y nos quedamos solo en la corteza. Y es que tenemos que aprender a mirar, pero no hacia afuera, sino hacia dentro. He aquí la clave de lectura de la portada de este mes, y el mérito no es mío, sino del autor de esta escultura que tan magistralmente lo ha plasmado. Abrazar la cruz es quitarnos el miedo de mirar, porque la luz la llevamos dentro de nosotros mismos. ¿Hacia dónde miramos cuando abrazamos la cruz? El verdadero testigo es aquel que ha puesto toda su confianza en Dios, por el que da y entrega la vida.
¿Cómo ser testigos de Jesús en esta hora que nos ha tocado vivir y que no se nos antoja nada fácil? Sin embargo ¿qué tiempos no han sido difíciles? -santa Teresa llamaba a los suyos “tiempos recios”-. ¿Cómo testimoniar la fuerza y la belleza de la fe en estos tiempos para que ésta sea creíble? ¿Cómo redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe?
El genial Benedetti nos da una clave para la reflexión: “Cuando teníamos todas las respuestas, cambiaron todas las preguntas”; y hoy mismo leí en una pintada en una pared: «Cuando vivimos en un mundo de mentiras, gritar la verdad es un acto de revolución«. Siempre hemos tenido las respuestas: el Evangelio, Jesús y su mensaje nos lo dejaron claro; pero nos empeñamos en mirar la realidad y quejarnos, y decir que somos perseguidos, y llorar porque la Iglesia no tiene el papel que tuvo antaño. Creo que la clave es aprender a superar la tentación de estar a la defensiva, con las puertas cerradas por miedo; aprender, como hicieron los primeros cristianos, a recuperar la originalidad y belleza del Evangelio y a proponerla como un aporte humanizador, esperanzador, para nuestro tiempo. Ofrecer lo que somos desde la marginalidad, en un mundo plural, ofreciendo una forma de mirar lo pequeñito de la vida, una manera de escuchar los gritos de los que están en las orillas, una capacidad de compartir los cinco panes y dos peces que tenemos para que brote la fiesta del compartir, un estilo de acompañar a las personas… Acabo con unas palabras de Francisco: «Queridos hermanos y hermanas, miremos a Dios como al Dios de la vida, miremos su ley, el mensaje del Evangelio, como una senda de libertad y de vida. El Dios vivo nos hace libres. Digamos sí al amor y no al egoísmo, digamos sí a la vida y no a la muerte, digamos sí a la libertad y no a la esclavitud de tantos ídolos de nuestro tiempo; en una palabra, digamos sí a Dios, que es amor, vida y libertad, y nunca defrauda (cf. 1 Jn 4,8, Jn 11,25, Jn 8,32). Sólo la fe en el Dios vivo nos salva; en el Dios que en Jesucristo nos ha dado su vida y, con el don del Espíritu Santo, nos hace vivir como verdaderos hijos de Dios. Esta fe nos hace libres y felices. Pidamos a María, Madre de la Vida, que nos ayude a recibir y dar testimonio siempre del ‘Evangelio de la Vida’». (Homilía del Papa Francisco del 16 de junio de 2013)
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